45.

Lunes, 31 de mayo de 1915

SOPHIE BOCHARSKI ES TESTIGO DEL USO DE GAS FOSGENO EN WOLA-SZYDLOWIECKA

No es el fuego de fusilería el que las despierta. A ese ruido hace ya mucho que se acostumbraron. No, es el «ruido sordo y atronador» del fuego nutrido[89]. Ella y las demás enfermeras se levantan de la cama sin recibir orden alguna, mirándose con preocupación y desconcierto las unas a las otras. Ese ruido siempre es inquietante, de mal agüero. Significa ataque; significa heridos; significa muerte. Se visten y se reúnen con los soñolientos estudiantes de medicina en una sala grande. La atmósfera está tensa. Alguien intenta hacer una broma, pero sale mal. En silencio observan «la grisácea luz del alba que penetra en la habitación».

Luego su jefe irrumpe en la sala, les comunica que, una vez más, los alemanes bombardean Wola-Szydlowiecka, el mismo lugar en que se libraron tan duros combates en febrero: «Se espera un ataque». Entonces ocurre algo inesperado. Sophie Bocharski conoce el sonido del fuego nutrido, sabe lo que implica, sabe también que rara es la vez en que no se prolonga hora tras hora, en ocasiones, un día tras otro. Sin embargo, mientras están allí de pie discutiendo, se hace un súbito silencio. El eco de las detonaciones se extingue. ¿Qué está pasando? Bocharski y compañía salen de la casa a la grisácea luz del alba, otean la carretera en dirección al frente. Ese abrupto silencio da casi tanto miedo como el fragor del fuego.

¡Allí! Unos cuantos soldados llegan corriendo por la carretera. Al cabo de un rato también del bosque cercano salen figuras. Cada vez aparecen más hombres corriendo presas del pánico. Sophie Bocharski y los demás dan por supuesto que vienen a su hospital de campaña, pero cuando los soldados llegan a su altura pasan por su lado sin girarse siquiera. Bocharski los ve correr ciegamente en estampía. Ve que los rostros tienen un tono azulado, algunos casi amarillo. Ve que a muchos hombres les salen espumarajos por los labios, ve que otros vomitan. Una ambulancia tirada por caballos aparece entre crujidos por la carretera, el carruaje se bambolea y da bandazos debido a la gran velocidad. En el pescante hay dos enfermeros, «sin sus gorras y con las bocas desencajadas por el espanto». Tampoco la ambulancia se detiene, pero uno de los hombres sentados en el pescante, al pasar de largo, grita algo así como que «todos están muertos». Después esos dos también desaparecen. Al final, uno de los que huyen se detiene a medias y como respuesta a sus preguntas dice chillando: «¡Nos envenenan como a ratas, los alemanes nos han echado encima una niebla que nos persigue!».

También entre el personal del hospital cunde el pánico. Sophie Bocharski y los demás corren hacia un bosque donde han visto desaparecer a muchos fugitivos. Solo una persona se queda en el hospital de sangre, un niño que en vez de huir quiere pelear y que para ello ha cogido un fusil. Cuando se giran lo ven de pie en el umbral. Con los dedos el chico va comiéndose la mermelada de un bote que se ha metido en el bolsillo de la chaqueta.

Tras un largo rato de espera en el bosque, rodeados de hombres despavoridos y vomitando, Bocharski y los demás reciben órdenes de dirigirse a las trincheras. El silencio sigue siendo total. Se ponen en marcha en sus ambulancias a motor, atraviesan Wola-Szydlowiecka, que ahora solo consta de «chimeneas que despuntan entre montones de ladrillos», pasan campos arados por las granadas, vislumbran una tierra de nadie «quemada y descolorida». No ven ni una sola persona, al menos ninguna que se mantenga en pie. El silencio y la quietud les conminan a avanzar. El único ruido que se percibe es el de los motores de las ambulancias. Llegan hasta la franja de arabescos trazados en la tierra de las trincheras, normalmente una empresa de lo más insensata; ahora, en cambio, también las líneas alemanas están sumidas en un silencio extraño, anormal.

En el aire flota un olor raro.

Bocharski desciende a una trinchera. Allí ve cuerpos, gran cantidad de cuerpos, algunos vistiendo el uniforme pardo del ejército ruso, otros enfundados en la tela gris del uniforme de campaña alemán. Ha visto cadáveres antes, pero esto es nuevo. Porque estos cuerpos están tumbados en posiciones «tan retorcidas, tan torturadas y anormales que a duras penas pudimos separar un cuerpo del otro». El mismo gas venenoso que les quitó la vida a los soldados rusos segó las de los atacantes alemanes. Bocharski y los demás van rebuscando de aquí para allá, encuentran más cadáveres en los refugios, otros en los ramales de aproximación adonde han huido despavoridos antes de que el gas les atrapara. Acurrucado tras una ametralladora cubierta de un polvo rojo hallan a un enfermero. Al tocarlo el hombre se desmorona, muerto.

A los que dan señales de vida se les traslada y agrupa en un campo. Sophie Bocharski y los demás les van quitando las guerreras, que apestan a gas, pero aparte de eso poco es lo que pueden hacer por ellos. En el anterior ataque con gas venenoso aquí en el Este[90] los alemanes utilizaron bromo acetona, conocida como T-Stoff, una especie de gas lacrimógeno muy irritante pero no letal. Esto, en cambio, es algo completamente distinto: esto es un gas clorado[91]. Bocharski y demás personal sienten que entre ellos está a punto de cundir el pánico. ¿Qué hacer? El desconcierto es general. A alguien se le ocurre la idea de inyectar una disolución de cloruro sódico a las torturadas víctimas. Como único resultado los sujetos fallecen al instante. A Bocharski y sus colegas no les queda otro remedio que presenciar impotentes cómo los hombres, con sus azulados semblantes, mueren «esas muertes horribles», todos ellos totalmente conscientes hasta el final, pugnando en vano por respirar mediante silbantes y prolongadas aspiraciones. El color oscuro de los rostros hace que sus ojos —mejor dicho el blanco de sus ojos— destaque con inquietante claridad.

Se les acerca una mujer, les explica que anda buscando a su hijo. La dejan que busque. Bocharski la observa mientras se va desplazando más y más lejos por el campo, yendo de una silueta tumbada a la otra. La mujer busca entre los vivos y entre los muertos. Nada. Pide entonces ser llevada hasta las trincheras, lo cual, contra toda previsión, se le concede; tal es el clima de caos y resignación: ¿qué daño podría causar en una situación como aquélla? La mujer se marcha en una ambulancia junto con un enfermero. Al cabo de un rato ven el carruaje de vuelta. La mujer está sentada en la ambulancia, y arrimado a su lado, va el cuerpo de su hijo muerto.

«Toda la noche —explica Sophie Bocharski— caminamos entre ellos con faroles en las manos, sin poder hacer nada, entre los enfermos y los que se estaban asfixiando». Hacia el amanecer llegan órdenes de que a los enfermos se les inyecte aceite de alcanfor, una sustancia que suele utilizarse en casos de envenenamiento o colapso. Los enfermos tendidos en aquel campo que a estas alturas todavía viven reciben diez gramos cada uno. Eso parece aliviar un poco sus molestias.