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Miércoles, 26 de mayo de 1915

PÁL KELEMEN COMPRA CUATRO BARRAS DE PAN BLANCO EN GLEBOVKA

Los rusos se están replegando, no cabe duda. Ha tenido oportunidad de constatarlo los últimos días, al cabalgar de un pueblo maltrecho a otro y ver todo lo que el enemigo ha dejado a su paso al batirse en retirada, desde las basuras y despojos en las carreteras, pasando por los soldados muertos o moribundos, hasta los postes indicadores recién levantados con ininteligibles nombres en caracteres cirílicos. (Hace un año la carretera conducía a Lemberg; ahora lleva a Lwów; pronto volverá a ser la de Lemberg[88]).

A Kelemen no le sabe mal reanudar la marcha, y aún menos hostigar a las fuerzas invasoras rusas. La noticia de la gran brecha abierta en Gorlice, sin embargo, ha sido recibida con mucho menos entusiasmo por parte de la tropa de lo que sería de esperar. «Todos se han vuelto indiferentes —anota en su diario—. Tienen los nervios desgastados por la constante tensión».

Desde ayer se encuentran en la pequeña ciudad de Glebovka. Al entrar a caballo en la ciudad con los demás húsares le sobresaltaron dos cosas. La primera: una casa en la que los cristales de las ventanas estaban intactos y tras los cuales vislumbró unos visillos blancos de encaje. La segunda: una muchacha polaca —la mirada de Kelemen siempre va en busca de mujeres jóvenes— que caminaba entre un montón de soldados y prisioneros de guerra rusos y cuyas manos estaban enfundadas en unos guantes blancos. Le cuesta mucho olvidar esos guantes y esos visillos de encaje, olvidar ese blanco inmaculado en medio de un mundo lleno de barro y suciedad.

Hoy se ha enterado de que se puede conseguir pan blanco. Y harto como está de los chuscos del ejército, que o bien están mal cocidos o bien resecos, también él ha decidido conseguirlo. Compra cuatro barras grandes de pan blanco. Kelemen anota en su diario:

Corto una rebanada de una de las barras. Todavía no se ha enfriado. Su aroma espeso y penetrante invade mi nariz. Muy despacio, con algo similar a la veneración, doy el primer bocado, intentando captar el sabor con la mayor nitidez posible. Me digo que éste es el mismo pan que yo solía comer antes de la guerra.

Mastico y me concentro. Pero mi paladar no reconoce el gusto, así que saboreo este pan blanco como si de algún alimento nuevo se tratara, uno cuya reputación y sabor fueran completamente desconocidos para mí.

Más tarde comprendí que el pan realmente era el mismo que había en casa. Soy yo quien ha cambiado; a ese pan blanco tan bueno que antes daba por sentado, la guerra le ha dado un sabor nuevo y extraño.