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Viernes, 14 de mayo de 1915

OLIVE KING FRIEGA SUELOS EN TROYES

El día es frío y ventoso. Para variar, podríamos decir, porque últimamente el tiempo ha sido de lo más agradable. Incluso han podido dormir a la intemperie en una pineda cercana, acostadas en las camillas que aún están por estrenar. Pero no es el calor el que las ha llevado a dormir al aire libre sino el simple hecho de que la pequeña casa solariega confiscada a su cuenta, Château Chanteloup, está sin muebles y bastante sucia. Además, la mayor parte de su equipo se ha extraviado. Desprovistas de tienda de campaña y de una cocina en condiciones no pueden acoger heridos. La mansión, si bien da a la carretera, está bellamente situada y posee un hermoso huerto de frutales y hortalizas, varios prados extensos y un encantador bosquecillo en las inmediaciones.

Como de costumbre, Olive King ha madrugado. Ya a las ocho y cuarto de la mañana está sentada tras el volante de su ambulancia. Su meta es encontrar bancos y mesas como mobiliario. Va acompañada de su superiora, Mrs. Harley, jefa de transporte. Olive May King es una australiana de 29 años, nacida en Sídney e hija de un próspero hombre de negocios. En muchos sentidos, también es una niña de papá, más que nada porque su madre murió cuando King solo tenía 15 años.

Creció y se educó siguiendo las pautas convencionales (acabando sus estudios en Dresde, donde las clases de música y pintura en porcelana formaban parte de las asignaturas), pero no ha sido así la vida que ha llevado a continuación. En ella conviven en tensión el sincero e ingenuo anhelo de casarse y tener hijos, por un lado, y por el otro, un temperamento enérgico e inquieto. Durante los años previos a la guerra viajó mucho, por Asia, América y Europa, siempre acompañada de una carabina, por supuesto. Es la tercera mujer del mundo que ha escalado los 5452 metros de altura del volcán Popocatépetl, al sudeste de Ciudad de México, y la primera que se atrevió a descender a su humeante cráter. Pero algo le falta. En un poema que escribió en 1913 le pide a Dios: «Envíame una pena […] que despierte mi alma de su absorbente sopor». Es una más de aquellos para quienes el evangelio de la guerra se llama cambio.

Por esa razón no es de extrañar que al poco de estallar el conflicto King hallara la manera de pasar de espectadora a contendiente; a eso la condujo tanto su temple aventurero como su ferviente patriotismo. Escogió el único camino abierto a las mujeres en 1914: la asistencia sanitaria. Al mismo tiempo, es revelador el hecho de que King no quisiera convertirse en enfermera, sino que al enrolarse escogiera el papel mucho más inusual de conductora, llevando el volante de una gran ambulancia de la marca Alda que se compró ella misma, aunque con el dinero de su padre. Saber manejar un vehículo a motor es todavía una habilidad de lo más exclusiva, máxime para personas de su sexo. La organización para la cual trabaja King se llama The Scottish Women’s Hospital (Hospital Femenino Escocés). Es una de las muchas unidades sanitarias privadas que se instauraron durante los fervores del otoño de 1914, pero ésta tiene de especial el haber sido creada por sufragistas radicales y estar dirigida únicamente por mujeres[87].

La ambulancia que King conduce esta mañana es la suya. El número de matrícula es el 9862, pero ella siempre la llama Ella, abreviatura de Elefante. Y la ambulancia, efectivamente, es muy grande, más bien un minibús: caben nada menos que dieciséis pasajeros sentados. La parte de atrás destinada a la carga es pesada, y rara es la vez que King consigue que Ella supere los cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros por hora.

Pasadas las diez y media están de vuelta. Con la ayuda de otra de las conductoras, Mrs. Wilkinson, King descarga los bancos y mesas que han encontrado y los colocan en el jardín. A continuación King y la señora Wilkinson se cambian de ropa y empiezan a fregar la caseta destinada al alojamiento de las conductoras. Ambas utilizan a fondo el cepillo y la esponja, cambian el agua varias veces y no dejan de restregar hasta que los suelos están impecablemente limpios. También se les ocurre la idea de cambiar el papel de las paredes de uno de los cuartos, pero eso tiene que posponerse.

La cena consiste en espárragos, es la temporada y además son buenos y baratos. Como de costumbre, tienen público a la hora de comer. La ventana del comedor da al camino, y allí los curiosos se detienen a mirar a estas extrañas mujeres que han viajado hasta aquí voluntariamente para contribuir al esfuerzo bélico y que, por añadidura, se las apañan muy bien sin hombres. Después, ella y varias compañeras más se retiran a sus habitaciones a escribir cartas; el correo sale mañana por la mañana. King le comunica a su hermana:

No creo que falten muchos meses para que termine la guerra. El fracaso, gracias a Dios, de ese maldito gas venenoso acabará convirtiéndose en un gran revés para Alemania. ¿No es estupendo que las nuevas máscaras antigás den tan buenos resultados? ¡Gracias, Dios bendito! Dios debería hacer que esas horribles granadas de gas explotasen por sí solas y matasen a 500 000 alemanes. Sería una maravillosa manera de vengar la carnicería de nuestros pobres soldados, y ojalá que Él enviara incendios o inundaciones que destruyeran o hiciesen saltar por los aires todas las fábricas de munición alemanas.

King escribe esto en su cuarto recién fregado, recostada en la camilla rota que en estos momentos le sirve de cama. Por lo demás, descontando una silla y una gramola, la habitación está vacía. El cuarto también tiene una chimenea con repisa de mármol; allí tiran las colillas, las cerillas y otras basuras. El papel de las paredes le gusta mucho, tiene un diseño de loros de color pardo que picotean nueces en unos rosales. Le entra frío. Y sueño. ¿Cuándo empezará en serio su guerra?