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Miércoles, 12 de mayo de 1915

WILLIAM HENRY DAWKINS CAE EN GALÍPOLI

Cabe preguntarse qué ocupó más su atención: si las arduas tareas en la playa o el dolor de muelas. Con toda probabilidad lo primero. Dawkins era realmente un hombre cumplidor y muy resuelto. Sus frecuentes visitas al dentista, sin embargo, dan testimonio de que el dolor de muelas debió de acompañarlo como un constante zumbido de fondo, una distracción, un filtro[83], y su vivencia de estos días debió de ser una curiosa mezcla de lo exaltadamente épico y lo estrictamente privado —suele ser—, a la que podríamos añadir una especie de zona intermedia hueca: probablemente enseguida perdió la noción de cosas tan simples como saber qué día de la semana era.

Desde que desembarcaron hace ahora algo más de dos semanas, el tiempo ha sido bueno, aunque de noche refresca. Hace dos días, sin embargo, empezó a caer una llovizna gris. Y así están. Debido a la gran cantidad de personas y animales que van y vienen de la playa a las trincheras excavadas en lo alto de las escarpadas colinas, la tierra pisoteada de los senderos es un pegajoso barrizal, y cuesta desplazarse sobre la arcilla húmeda y resbaladiza de los barrancos. William Henry Dawkins duerme con su cabo en una grieta cubierta de la pendiente que muere en la playa. El único mobiliario existente es un viejo sillón arrojado por el mar hace unos días, en el cual Dawkins a veces se sienta para dar sus órdenes. Esta mañana se despierta en medio de una lluvia torrencial.

A nadie se le escapa que la grandiosa operación ha entrado en punto muerto.

En realidad, los aliados solo han conseguido establecer firmes cabezas de puente en dos lugares. Uno es el vértice del extremo sur de la península y el otro aquí, en el lado oeste de Galípoli, en Gaba Tepe[84]. Con todo, Dawkins y los suyos se han equivocado al desembarcar, están a más de un kilómetro al norte del punto predeterminado. Esto, en cierto modo, es una suerte, ya que donde desembarcaron las defensas otomanas eran anormalmente débiles. La explicación está en el terreno, tan accidentado que sus defensores juzgaron altamente improbable que los aliados fueran a intentar un desembarco justo en ese lugar[85]. Como consecuencia, los atacantes lograron vadear hasta la orilla sin mayores bajas, pero una vez allí, solo a costa de grandes esfuerzos podían moverse por el desconcertante laberinto de empinados barrancos cubiertos de matas y abruptas colinas que caían en picado sobre la playa. Cuando la infantería turca, enviada allí a toda prisa, llegó al lugar e inició el primero de una larga serie de furiosos contraataques, las compañías de australianos y neozelandeses habían avanzado dos kilómetros tierra adentro. Y por allí se habían quedado, como un irónico reflejo del estancado frente occidental. También al igual que en Francia y en Bélgica, los ataques y contraataques se habían ido alternando, hasta que ambos bandos, exhaustos y resignados, comprendían que, de momento, no había forma de mover al adversario, y se sumergían de nuevo en la rutinaria monotonía de la guerra de trincheras.

Una de esas monótonas rutinas consiste en el avituallamiento, en el suministro de comida y agua. Por extraño que parezca, el alto mando había hecho previsiones. Que conseguir agua sería un problema —especialmente al entrar, como ahora, en la estación más calurosa del año—, eso se sabía. Por tanto, al desembarcar traían consigo unas gabarras cargadas de agua traída de Lemnos para cubrir las necesidades más inmediatas, hasta que las tropas de ingenieros pudieran poner en funcionamiento los pozos. Dawkins y sus hombres han trabajado deprisa, construyendo un buen número de pozos y acondicionando varios lugares donde tanto animales como hombres pueden saciarse con el vivificante líquido.

Pero eso no significa que el agua abunde. No hay, por ejemplo, suficiente agua dulce para lavarse. De la higiene personal hay que cuidarse mediante baños en el mar. Por el contrario, todo el mundo tiene prohibido utilizar el agua salada para el cepillado de los dientes: el motivo es la gran cantidad de cadáveres de animales e inmundicia de los barcos anclados cerca de la playa que flota en el mar. Otro de los problemas es la gran cantidad de agua dulce que se pierde debido a que las tuberías que conducen el agua desde las bombas de los pozos resultan perforadas con mucha frecuencia, o bien por fuego artillero o bien debido a la negligencia de los soldados que hacen pasar carros o cañones por encima de los frágiles tubos. Por eso, desde hace algún tiempo, Dawkins y sus hombres han estado ocupados enterrando cañerías.

Es una mañana corriente, aunque gris y lluviosa. Dawkins hace formar a sus soldados como de costumbre y reparte las tareas del día entre los distintos grupos. Una de ellas es continuar enterrando tubos de agua. Poco gloriosa, sí, en absoluto un tema para los vistosos artículos de las revistas ilustradas, pero aun así necesaria. Por azar, varios de los peores camorristas de la compañía han ido a parar al pelotón de Dawkins. La gravedad de la situación unida al talento de éste para el mando —que incluye una sincera preocupación por sus hombres— han contribuido a apaciguar los recalcitrantes ánimos, de modo que entre esos maleantes y refunfuñones aparentemente incorregibles y su joven y amable capitán se ha ido desarrollando un considerable sentimiento de solidaridad.

Todavía es temprano cuando se ponen en marcha.

Llueve.

Esta mañana a uno de los grupos le espera una etapa más peligrosa de lo normal. Es fácil ver dónde: a lo largo de un trecho de unos cien metros yacen una treintena de mulas muertas, abatidas por granadas otomanas. La zanja, sin embargo, ya está cavada. Se hizo de noche. Ahora solo queda colocar los tubos en el fondo de la zanja y acoplarlos. De momento todo está tranquilo y en calma. La artillería turca guarda silencio. Lo único desagradable son esos animales muertos con sus panzas infladas y las patas tiesas en el aire. La zanja pasa delante de los cadáveres, junto a ellos, por debajo, en algunos tramos hasta los atraviesa. Los siete soldados se manchan de sangre. Dawkins está con ellos. Son las diez menos cuarto.

Entonces se oye el silbido de una granada.

Es la primera granada del día, la primera de todas. El silbido crece a alarido. Éste se disuelve en un estampido duro y estridente. El proyectil explota justo encima de las cabezas de los soldados agazapados que sostienen los tubos, pero como se trata de una shrapnel se salvan: la carga de balines esféricos cae unos quince metros más allá[86]. Uno de los soldados, un hombre llamado Morey, se gira justo a tiempo para ver cómo cae al suelo William Henry Dawkins, del modo particular que caracteriza a los heridos graves, cuando no es la mecánica usual del cuerpo la que rige la caída sino la simple ley de la gravedad. Corren hacia él. Le han dado en la cabeza, la garganta y el pecho. Lo levantan del suelo mojado, se alejan para ponerse a cubierto. Tras ellos explota otra granada con un estampido seco y breve. Lo tienden en el suelo. La sangre se mezcla con la lluvia. Él no dice nada. Muere ante sus ojos.

Al atardecer del mismo 12 de mayo, Herbert Sulzbach parte de Fráncfort del Meno tras una estancia de dos días de permiso en la casa paterna. En su diario escribe:

En realidad te imaginabas una despedida así, para volver a la guerra, de un modo muy distinto, y también en esto se nota que te vas embotando: no sientes que se trate de un acontecimiento, no tienes ni la idea ni la sensación de que tal vez no vuelvas, simplemente partes como partías en las vacaciones de verano cuando eras un colegial. Mucho peor resulta la despedida para los que se quedan en casa, claro.