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Sábado, 1 de mayo de 1915

FLORENCE FARMBOROUGH OYE COMO SE DERRUMBA EL FRENTE DE GORLICE

Como para millones de personas más, la despedida en la estación de ferrocarril había sido la experiencia más sublime de todas; para la mayoría fue también la única sublime. La aglomeración en la estación Alexander de Moscú era enorme. Se cantó el himno nacional ruso, se repartieron bendiciones y advertencias, se intercambiaron abrazos y buenos deseos, se distribuyeron flores y chocolate. Luego el tren se puso en marcha, en medio de un mar de vítores, manos diciendo adiós y rostros marcados por la incertidumbre y la esperanza. En cuanto a ella, la invadió «una alegría salvaje. ¡Estábamos en marcha, camino del frente! Mi alegría era tan abrumadora que me quedé sin habla».

Ahora se halla estacionada junto con su unidad en Gorlice, una pequeña y paupérrima ciudad de provincias de la Galitzia austrohúngara, ocupada por tropas rusas desde hace algo más de seis meses. Gorlice está muy cerca del frente. La artillería austríaca bombardea la ciudad diariamente, de un modo algo distraído, más por principio que siguiendo un verdadero plan. Parece no importarles en absoluto que la mayoría de las víctimas de su fuego sean, al igual que ellos mismos, súbditos del emperador que reside en Viena. La torre de la gran iglesia está partida en dos. Muchas casas no son más que un montón de escombros. Antes de la guerra la ciudad tenía 12 000 habitantes, en cambio, ahora solo son un par de miles los que han optado por no salir huyendo, y estos viven agazapados en sus sótanos.

Hasta el momento, Farmborough y demás personal del hospital de sangre se han dedicado principalmente a aliviar las necesidades de la población civil, en primer lugar, distribuyendo comida. La carestía de alimentos es grave. El paisaje tiene un agradable verdor primaveral.

El hospital de campaña móvil número 10 consta de tres secciones. Por un lado dos unidades volantes capaces de desplazarse fácilmente allá adonde más se las necesite, cada una de las cuales dispone de un oficial, un suboficial, dos médicos, un auxiliar de médico, cuatro enfermeros, cuatro enfermeras, treinta conductores de ambulancia, dos docenas de ambulancias de dos ruedas tiradas por caballos (con cruces rojas pintadas en las lonas) amén de la misma cantidad de cocheros y mozos de cuadra. Por otro lado, una unidad base donde hay más camas, en la que están los almacenes y que también dispone de aún más recursos para el transporte, concretamente dos automóviles. Florence pertenece a una de las dos unidades volantes. Han improvisado un hospital acondicionando una casa abandonada, la han limpiado a fondo, pintado y montado un quirófano y una farmacia.

Como decíamos, Gorlice está tocando al frente, a los pies de los Cárpatos, y las granadas caen a diario en medio de las casas. Con todo, éste ha sido un sector tranquilo durante bastante tiempo y últimamente los militares rusos han empezado a dar muestras de una cierta apatía. Eso lo aprecia cualquiera que se adentre hasta la primera línea. Aquí no se ven fortificaciones tan sólidamente construidas como las que ahora ya son regla en el estático frente occidental[81]. Por el contrario, aquí las trincheras son construcciones poco profundas y hechas de cualquier manera que más bien parecen zanjas a las que amparan unas cuantas estrechas hileras de alambrada. Obviamente, durante el invierno era difícil cavar la tierra, pero tampoco ahora que la costra de tierra helada se ha fundido se están acelerando los trabajos de excavación, esto se debe en parte a la desidia, en parte a la falta de palas.

La artillería rusa no suele responder a los bombardeos austríacos, tan poco sistemáticos. Se dice que eso se debe a la falta de municiones, pero lo cierto es que hay gran cantidad de granadas en depósitos de la retaguardia. Los burócratas uniformados que dirigen estas cosas prefieren guardarlas ahí, a la espera de algo gordo. El ejército ruso planea una nueva ofensiva más al sur, hacia los famosos pasos de los Cárpatos (¡el portal de Hungría!), hediondos y sembrados de cadáveres desde las duras pero infructuosas batallas del invierno; mejor destinar los recursos allí, donde son más necesarios. Cabe preguntarse si esta apreciación, realmente, es correcta. Durante varios días la inquietud ha invadido las unidades rusas estacionadas en Gorlice, se rumorea que las tropas austríacas que tienen enfrente han recibido refuerzos en forma de infantería alemana y artillería pesada.

Este sábado Florence y demás personal de la ambulancia se despiertan antes del alba por el ruido del fuego de artillería pesada.

Se levanta trastabillando de la cama. Por suerte se acostó completamente vestida. Todos —exceptuando tal vez a Radko-Dimitriev, jefe del Tercer Ejército Ruso— barruntaban que se estaba tramando algo. Estallidos de diversa potencia y tono aumentan de frecuencia a medida que la artillería rusa circundante responde al fuego. Los balines que salen volando de las shrapnel repiquetean contra los tejados y el pavimento de las calles.

A través de los temblorosos cristales Florence vislumbra el juego de luces sobre el cielo todavía oscuro. Ve las grandes e instantáneas llamaradas de los fogonazos salpicadas por los amortiguados relámpagos de las explosiones. Ve resplandor de focos y la luz chillona y multicolor de las bengalas que se mezcla con los amortiguados reflejos al rojo vivo de repentinos incendios. Ellos se quedan dentro, acurrucados. Tiemblan el suelo y las paredes.

Luego empiezan a llegar los heridos:

Al comienzo podíamos ayudarlos a todos; después su número nos desbordó. Llegaban a centenares y de todas direcciones; algunos iban por su propio pie, otros reptaban o se arrastraban por el suelo.

En esta desesperada situación al personal sanitario no le queda otro remedio que efectuar una brutal selección. Los que se tienen en pie se quedan sin auxilio; a estos simplemente se les exhorta a que sigan hacia la retaguardia y se dirijan a alguna de las unidades estacionarias. Los que no pueden andar son tan numerosos que hay que tenderlos fuera, al aire libre, donde primero les dan analgésicos y después les curan las heridas. «Era lastimoso oír los gritos y gemidos de los heridos». Florence y demás personal hacen cuanto está en su mano para ayudar, pese a tener la sensación de que todo es en balde, porque el flujo de cuerpos desgarrados y rotos parece no menguar nunca.

Así se suceden las horas, una tras otra. De vez en cuando se produce un intervalo de silencio.

La luz diurna pierde intensidad, cae la noche.

Atendiendo gritos y llamadas, las sombras de sus siluetas se mueven de aquí para allá, iluminadas por rachas de una luz áspera y lejana.

A las seis de la mañana siguiente, aproximadamente, Florence y demás personal oyen un nuevo y espantoso sonido: el fragor súbito y vibrante, como de catarata, producido por las más de 900 piezas de artillería de todos los calibres imaginables que abren fuego simultáneamente: hay una pieza por cada cincuenta metros de frente. Segundos más tarde llega el prolongado y desflecado eco de los impactos. El estruendo de las explosiones metálicas sonando en diferentes tonalidades se densifica hasta formar una muralla de ruido, el fragor crece, elevándose en torbellinos como si de una fuerza natural se tratara.

Hay una nueva e inquietante regularidad en este fuego artillero, en el modo en que se abate sobre la trinchera frontal rusa. El término técnico es Glocke, campana. La barrera de fuego oscila adelante y atrás, lateralmente y hacia el fondo, recorriendo las líneas rusas y los ramales de aproximación. Esto no tiene nada que ver con los descuidados bombardeos realizados al buen tuntún de los austríacos, ni siquiera con los potentes truenos del sábado. Esto es artillería como ciencia, calculada en segundos y kilogramos para producir el máximo efecto. Esto es algo completamente nuevo.

Primero les llega la palabra, la reciben con desconfianza: «Retirada».

Después le sigue el fenómeno en sí: largas e irregulares columnas de soldados cubiertos de lodo y expresión cansada pasan de largo. Finalmente llega la orden: partida inmediata, hay que abandonar el equipo y a los heridos. ¿Abandonar a los heridos? ¡Sí, abandonar a los heridos! «¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Los alemanes están a las puertas de la ciudad!».

Florence coge su abrigo y su mochila y sale corriendo del edificio. Los heridos chillan, suplican, llaman y maldicen. «No nos dejéis, por el amor de Dios». Alguien se agarra al borde de la falda de Florence, y ella desengancha esa mano por la fuerza. Luego desaparece con los demás por la carretera de hoyos. Es un cálido y radiante día de primavera, pero algo extraño lo enturbia. Las cisternas de petróleo del extrarradio han empezado a arder, y en el aire flota un humo grasiento y negro[82].