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Martes, 25 de agosto de 1914

PÁL KELEMEN LLEGA AL FRENTE EN HALICZ

En un principio le costó desembarazarse de la sensación de que aquello no eran unas simples maniobras más. Todo comenzó en Budapest. Pál recuerda cómo le miraban los transeúntes al cargar su equipaje en un coche de punto y cómo él, vistiendo el uniforme de los húsares, con sus pantalones de color rojo, su capote azul, su dolmán de paño azul cielo con alamares y sus botas altas de cuero, se abrió paso a empujones entre el infinito mar de gente de la Estación del Este y a codazo limpio subido a un tren para acabar encontrando plaza de pie en un pasillo. Y recuerda cómo lloraban las mujeres: una de ellas se habría caído de no ser por un desconocido que la pescó al vuelo. Una de las últimas cosas en las que Pál se fijó mientras el tren se ponía en marcha poco a poco fue en un hombre mayor que corría tras los vagones intentando captar una última imagen de su hijo.

Tras el caluroso —si bien no demasiado incómodo— viaje en tren se presentó ante el regimiento de húsares de Szeben, como era lo habitual. Quien lo recibió no le dedicó ni una mirada siquiera, se limitó a decirle adónde debía dirigirse, y esa misma tarde, bajo un radiante sol de agosto, Pál se fue a Erfalu, donde tenía lugar la movilización, y tomó alojamiento en casa de un campesino, como era lo habitual.

A continuación, los procedimientos usuales se sucedieron uno tras otro: acuse de recibo de material, incluidos la silla de montar y el caballo; distribución de la paga; una larga, más bien interminable, exposición verdaderamente insoportable de tipo práctico en un local donde el calor era tan sofocante que más de uno cayó redondo, pero pese a lo cual el flujo de palabras siguió brotando sin parar.

A partir de aquí el patrón habitual empezó a degenerar.

Primeramente con la marcha nocturna hasta el lugar donde les aguardaba el tren. Después, mediante el lento trayecto en sí, ya que en cada estación eran recibidos por entusiastas muchedumbres, con «música, antorchas, vino, delegaciones, banderas, gritos de júbilo: “¡Hurra por el ejército! ¡Hurra, hurra!”». Luego, tras apearse, la primera marcha. De todos modos, todavía no se percibían las auténticas señales de una guerra, como cañonazos o sonidos semejantes; todavía podría haberse tratado de unas simples maniobras bajo un cielo cálido y azul, con olor a excrementos de caballería, sudor, paja.

Pál Kelemen tiene 20 años y nació en Budapest, donde fue a una academia de latín y estudió violín con el más tarde célebre director de orquesta Fritz Reiner. En muchos aspectos Kelemen es un producto típico de la Centroeuropa urbana de principios del siglo XX: cosmopolita, culto, aristocrático, irónico, refinado, distante, mujeriego. Ha estudiado en las universidades de Budapest, Múnich y París, y hasta ha tenido tiempo de pasar brevemente por Oxford. Cuando su regimiento entró a caballo en Stanislau, la capital de la provincia austríaca de Galitzia, siendo él un joven y apuesto teniente de húsares (¿habrá algo más atractivo que un teniente de húsares húngaro?), no fue la guerra sino las mujeres quienes ocuparon sus pensamientos en primer lugar. Dice que es posible detectar en los rostros de esas féminas que ésta es una ciudad de provincias: «Tienen el cutis blanco, están muy pálidas y sus ojos lanzan destellos de fervor». En contraposición a las mujeres de las grandes capitales, cuyas miradas parecen más cansadas, más veladas, según cree saber él.

Cuando la división llega a Halicz se hace trizas, finalmente, la ilusión de que tal vez pudieran ser unas simples maniobras más.

Por el camino se han topado con campesinos y judíos que huían. En la ciudad cunden el desconcierto y la ansiedad; se dice que los rusos no están muy lejos. Kelemen anota en su diario:

Dormimos en tiendas de campaña. Hacia las doce y media de la noche, ¡alarma! Los rusos se aproximan a la ciudad. Creo que todo el mundo está un poco asustado. Me echo la ropa encima y salgo corriendo para unirme a mi pelotón. Los infantes forman filas a lo largo de la carretera. Retumban los cañones. A unos quinientos metros de distancia, aproximadamente, crepitar de fusiles. Automóviles a gran velocidad avanzan por el centro de la carretera principal. La luz que irradian sus faros de carburo se prolonga en una larga hilera por la carretera que sale de Stanislau en dirección a Halicz.

Paso de largo centinelas apostados y salto por encima de la valla provista de un seto, atravesando las zanjas de las cunetas. Mi pelotón me está aguardando, montado, y estamos listos para recibir nuevas órdenes.

Al amanecer la población huye de la ciudad en largas caravanas. Montados en carretas, a pie, a lomos de un caballo; todos hacen lo que pueden para salvarse, todos llevan consigo lo que pueden. Y en cada rostro se ve cansancio, polvo, sudor y pánico, un desánimo, dolor y sufrimiento terribles. En sus ojos hay espanto; en sus gestos, temor; un terror inmenso les domina. Es como si la nube de polvo que han levantado se hubiera pegado a ellos y no pudiera disiparse.

Estoy tumbado junto a la carretera contemplando este infernal caleidoscopio. Incluso se distinguen carros militares que forman parte [de la caravana de fugitivos], y en el campo se ven militares en retirada, la infantería huyendo presa del pánico, la caballería dispersa. No hay uno al que no le falte parte del equipo. La muchedumbre exhausta avanza por el valle, huyendo de regreso a Stanislau.

Lo que él contempla tumbado en esa cuneta es el resultado de una de las primeras desordenadas y cruentas colisiones con los ejércitos invasores rusos. Él, al igual que el resto de los involucrados, posee una visión muy confusa de los acontecimientos, y habrán de pasar años antes de que alguien una las distintas impresiones en un relato titulado «La batalla de Lemberg». Sin embargo, para entender que la situación ha desembocado en una derrota tan aplastante como inesperada por parte del ejército austrohúngaro, para entender eso, digo, no se necesitan prolijos documentos redactados por el Estado Mayor central.