Viernes, 12 de marzo de 1915
RAFAEL DE NOGALES LLEGA A LA GUARNICIÓN DE ERZURUM
Lo que más le impresiona durante la larga y dura marcha sobre las montañas nevadas es la ausencia de árboles. Y de aves. Imaginaba que allí, al menos, habría cuervos o buitres u otros carroñeros, porque hacia el final de la marcha ha podido ver los restos del gran desastre de Sarikamiş en forma de miles de cadáveres de caballos y camellos petrificados por el frío. «¡Desgraciadas las tierras de las que huyen hasta las aves de rapiña!».
Con todo, no hay ni rastro de arrepentimiento en él. Esto es lo que quería.
Cuando en agosto estalló la guerra fueron muchos los que por lejanos e intricados vericuetos hallaron el modo de llegar a Europa para alistarse como voluntarios. Cabe preguntarse si el camino seguido por Rafael de Nogales no es uno de los más largos. Que es el más intricado de todos, eso desde luego. Si alguien se ha ganado a pulso el título de «aventurero internacional», es él. Nació en Venezuela, en el seno de una familia de conquistadores y corsarios (su abuelo paterno luchó por la independencia de su país), se crió y educó en Alemania y vive dominado por una sed de aventuras fuera de lo corriente.
A Rafael Inchauspe de Nogales Méndez no le mueve ni el nacionalismo exaltado ni las pseudoutópicas energías que han puesto en marcha a millones. A estas alturas de su vida tampoco tiene nada que demostrar, ni ante sí mismo ni ante nadie. Hace ya mucho que él, hombre temerario, inquieto y despreocupado, escogió un tipo de vida en movimiento constante. Así pues, luchó en la guerra de Cuba de 1898; tras la guerra civil venezolana de 1902 tuvo que huir al exilio al pertenecer al bando de los vencidos; se alistó voluntario en la guerra ruso-japonesa de 1904 (donde fue herido); ha sido buscador de oro en Alaska (y se considera uno de los fundadores de la ciudad de Fairbanks) y trabajado de cowboy en Arizona. Rafael de Nogales tiene ahora 36 años, es un hombre intenso, con duende, orgulloso, ventajista, culto, moreno y de baja estatura, rostro ovalado, las orejas salidas y los ojos muy juntos. El aspecto externo de de Nogales recuerda a un Hércules Poirot a la latina: viste sin tacha y lleva un pequeño bigote perfectamente recortado.
Tan pronto tuvo conocimiento del estallido de la guerra tomó en la Martinica el vapor correo de Cayena rumbo a Europa, firmemente resuelto a tomar parte en la contienda. Cuando tras una sinuosa travesía finalmente llegó a Calais, el desembarco fue dramático. Las calles estaban abarrotadas de refugiados, principalmente mujeres y niños que cargaban a cuestas con «lo poco que habían logrado salvar durante su fuga». Cada vez que pasaba una tropa de soldados o una ruidosa batería de artilleros, la muchedumbre se apretujaba contra las fachadas de las casas. En sentido contrario venían automóviles repletos de heridos que vestían distintos uniformes. «Al parecer, se estaba librando una batalla Dios sabe dónde». Recordaba dos ruidos en especial. Primero, el zumbido fatal de los aviones que, una y otra vez, giraban por encima de sus cabezas, «cual águilas de acero». En segundo lugar, el «claqueteo incesante de los zuecos sobre el empedrado». Todos los hoteles estaban completos. La primera noche, de Nogales tuvo que dormir en un sillón.
Sus orígenes le inclinaban a tomar partido por las Potencias Centrales, pero la noticia de que tropas alemanas habían invadido uno de sus vecinos más pequeños le impulsaron a «sacrificar mis simpatías personales y ofrecer mis servicios a la pequeña pero heroica Bélgica». Pero esto no resultó todo lo fácil que había esperado, porque la pequeña pero heroica Bélgica rehusó el ofrecimiento; educadamente, eso sí. Ni corto ni perezoso de Nogales se dirigió a las autoridades francesas, que le denegaron la solicitud de entrada en el ejército regular; dolido y airado, recibió el consejo de probar suerte en… Montenegro. Al final la iniciativa acabó con su arresto, en la cumbre de una montaña, acusado de espionaje. También representantes de las autoridades serbias y rusas rechazaron su oferta, si bien de la forma más cortés imaginable. El diplomático ruso con el que se entrevistó en Bulgaria sugirió que probara suerte con los japoneses, «ellos, a lo mejor…». A estas alturas la indignación y decepción de de Nogales eran tan mayúsculas que, en medio del hermoso vestíbulo de la embajada rusa en Sofía, casi pierde el sentido.
Rafael de Nogales no sabía ya a qué atenerse. Regresar a su casa estaba descartado. Tampoco podía quedarse «y no hacer nada, lo cual sería mi fin; de inanición tal vez no muriese pero sí de hastío». Un encuentro fortuito con el embajador turco en Sofía decidió la cuestión: De Nogales decidió alistarse en el bando contrario. A comienzos de enero se registró en el ejército turco, y tres semanas más tarde abandonaba Constantinopla[58] para dirigirse al frente del Cáucaso.
Han dejado atrás las montañas blancas, cabalgan pasando de largo los fortines que conforman la parte exterior de la fortificación. El cielo es gris, suspendido «como una tapa de plomo sobre este paisaje dejado de la mano de Dios». Ora aquí ora allá ven trincheras recién excavadas (¿o acaso son fosas comunes?). Ve cuerpos cubiertos de escarcha, y perros que los despedazan. (Más tarde les explican que una epidemia de tifus está causando estragos). El contingente entra en Erzurum. La ciudad no ofrece un panorama nada alentador; las angostas calles están llenas de nieve. Pero pese al frío Erzurum es un hervidero tanto en el bazar, donde los mercaderes están sentados en fila, abrigados con pieles y las piernas cruzadas, fumando sus «sempiternas pipas de agua», como en la guarnición, donde secciones de soldados, grupos de porteadores y caravanas que cargan con el material van y vienen sin parar. Éste es el cuartel general del Tercer Ejército, o al menos, de lo que aún queda de él.
Por la tarde de Nogales se presenta ante el comandante en jefe de la plaza fuerte, un coronel.
Se ha hecho un alto en la guerra a causa del frío y de la profunda nieve. Además, nadie se atrevería, a tan pocos meses de la terriblemente costosa derrota de fin de año, en la que 150 000 hombres salieron marchando en formación y solo 18 000 volvieron, a iniciar una segunda campaña de invierno. También los rusos, más que satisfechos de su rotunda e inesperada victoria, aguardan en sus casi inexpugnables posiciones de montaña frente a Köprüköy.
De vez en cuando se oye el fragor lejano de la artillería rusa. El hueco retumbo reverbera entre las laderas circundantes, y hay veces en que los disparos provocan «albos aludes en las plateadas cumbres del monte Ararat»: las enormes masas de hielo «se iban deslizando y despeñando de cresta en cresta y de laja en laja hasta estrellarse con formidable estruendo sobre las silenciosas márgenes del Araxes».