Domingo, 7 de marzo de 1915
KRESTEN ANDRESEN DIBUJA UN ASNO EN CUY
En sus sermones el capellán castrense les ha felicitado por vivir en estos tiempos tan ricos en acontecimientos. Después han cantado el himno Poderosa fortaleza es nuestro Dios pero omitiendo la segunda estrofa, porque podría interpretarse que pone en duda la fuerza de las armas[57]. Qué meses tan extraños. Los combates han sido pocos y lejanos. Durante todo el tiempo en que Andresen se ha encontrado en el frente solo ha efectuado tres disparos, y está bastante seguro de que los tres se incrustaron en algún lugar de la barrera antiasalto que hay frente a su posición. En ocasiones, en medio de una calma total, le ha sobrevenido la misma sensación de irrealidad que tarde o temprano invade a todos los combatientes, haciéndoles difícil entender que realmente estén viviendo una guerra.
¿Son acaso la calma y el silencio los que últimamente le han inducido a sentir —porque se trata más que nada de una sensación— que la situación, de algún modo insondable, se encamina hacia un desenlace? Por lo menos él fantasea a menudo con la idea de la paz. Además, Andresen ha tenido sueños extraños, como el de anoche: soñó que caminaba por las calles de Londres vistiendo sus mejores galas de confirmando, después el sueño de repente se trasladaba al hogar en que vivía de niño, donde él se dedicaba a poner la mesa para la cena.
Trinar de pájaros, el cielo extiende su cálido azul sobre un paisaje donde, en medio de todo lo reseco y amarillento, empiezan a verse pinceladas de un verde muy vivo. La primavera ha llegado a la Picardía. Florece el azafrán, en el bosque brotan las violetas y las calas, y entre las ruinas recientes, Andresen ha encontrado rosas de Navidad y campanillas de invierno. Normalmente, ésta es la época de la siembra, pero no aquí ni ahora. Bien es cierto que a Andresen le llegan los golpes de una trilladora a vapor desde alguna callejuela del pueblo. Pero el grano que escupe la máquina no lo aprovechará el campesino francés: a este una prohibición le impide arar su propia tierra siquiera, prohibición que se ha vuelto aún más amarga por el hecho de que se notificó en plena época de la siembra, cuando casi todo estaba ya sembrado: completamente en vano, pues.
Andresen siente auténtica lástima de la población civil francesa que todavía permanece en los pueblos inmediatamente detrás de la línea de fuego. Su alimentación es:
… increíblemente uniforme. El alcalde les da unos panes redondos, del tamaño de una rueda de carreta normal, hechos con una harina mitad de trigo mitad de centeno. Por lo general se lo comen solo, a veces con un trocito de carne o un par de patatas asadas. Aparte de esto viven de leche, judías y remolachas.
Al ser él mismo oriundo de un medio rural, a Andresen le resulta fácil identificarse con el sufrimiento de los campesinos franceses, tanto como le cuesta soportar el irreflexivo derroche que es un aspecto implícito y cotidiano de la guerra. Los primeros días de estar aquí cada noche usaban trigo sin trillar, recién cogido de los campos, para preparar su dormida, y allá en el bombardeado Lassigny el pavimento de algunas calles está cubierto por una gruesa capa de avena sin trillar que amortigua el ruido de las ruedas de las carretas.
Tal vez también sea el labriego que hay en él quien le ha hecho prendarse de Paptiste, un asno joven que pertenece a una de las granjas de Cuy. Aunque esa ternura no es en absoluto recíproca: el animal emite una especie de gruñidos cuando alguien se le acerca y luego muestra señales de querer darle una coz. Sin embargo, a Andresen la estupidez y pereza natural del jumento le resultan irresistiblemente cómicas, y este domingo, mientras el asno disfruta del cálido sol primaveral allá en su patio, él aprovecha para dibujarlo. Cuando acabe el retrato Andresen lo enviará a su casa.
Paptiste no es el único contacto que ha establecido con los lugareños. En Cuy ha conocido a dos mujeres francesas, una rubia y otra morena. Son refugiadas de una aldea vecina que han quedado atrapadas en tierra de nadie. Seguramente su relación se haya visto facilitada por el hecho de que él no es alemán sino danés. La mujer morena tiene una hija de once años, Suzanne, apodada Sous, que llama a Andresen «Kresten le Danois» (Kresten el Danés). La mujer morena no ha sabido nada de su marido desde finales de agosto. «Está muy apesadumbrada».
El otro día me preguntaron cuándo volvería la paz, pero la respuesta la conocía yo tan poco como ellas. Las consolé lo mejor que pude; lloraban por tanta desgracia. Normalmente nunca se las ve llorar, pese a tener todos los motivos para ello.
Andresen ha ayudado a la mujer morena a redactar una carta dirigida a la Oficina de Ayuda de la Cruz Roja en Ginebra para obtener información sobre su esposo desaparecido. También le ha regalado a Sous una muñeca, bautizada con el nombre de Lotte, que la niña lleva a pasear alegremente en una caja vacía de cigarros. Andresen decide intentar construir un cochecito para la muñeca.