Miércoles, 3 de marzo de 1915
ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI Y LA GRAN TORMENTA DE NIEVE EN LOMZA
El invierno va tocando a su fin, al igual que la ofensiva alemana de febrero. No obstante, ambos fenómenos son de ésos que, pese a las leyes de la meteorología y los planes de los estrategas, nunca se dejan predecir enteramente. Por ese motivo, cuando el regimiento de Lobanov-Rostovski recibe órdenes de realizar el último —o tal vez el penúltimo— ataque a fin de rectificar algún pequeño segmento de la línea del frente o de eliminar alguna posición peligrosa o de solventar alguna otra cuestión que solo se distingue claramente en los abstractos planos a escala 1:84 000 del Estado Mayor, entonces, digo, lo hace en medio de una gran tormenta de nieve.
El invierno aquí en el noroeste de Polonia ha sido terrible en muchos sentidos. La última ofensiva de Hindenburg no ha tenido grandes efectos[56]. El frente ruso del noroeste de Polonia se ha desplazado ligeramente a un lado y a otro, pero ha resistido.
Andrei Lobanov-Rostovski pertenece a una división de la Guardia, la clase de unidad de élite en la que se puede confiar y a la que se recurre como si de un cuerpo de bomberos se tratara, convocándola ora aquí ora allá, según sea mayor el peligro. Una vez más, Lobanov-Rostovski ha podido eludir los combates más duros. Primero estuvo enfermo, en Varsovia, y después pasó varios días subiendo a o apeándose de algún tren o, sencillamente, viajando en ferrocarril en uno u otro sentido; entre tanto, los generales intentaban decidir dónde se necesitaba su división con más urgencia. «Estas oscilaciones en nuestra ruta de viaje demostraban que la situación variaba minuto a minuto». Al final, desembarcaron en Lomza. La división se puso en marcha rumbo a una línea, tirada sobre un mapa, situada al noroeste de la ciudad. «Y cuando el enemigo se aproximó esto se convirtió en el frente».
El invierno debería haber pasado, así como las batallas de invierno. Ésta es una batalla que, como decíamos, solo tiene un «interés local». Así que a la ventisca no se le concede impedir el ataque ruso, que, por tanto, arranca según lo planeado. Una vez más, a Lobanov-Rostovski le toca desempeñar el papel de espectador; como es zapador, en realidad no se le necesita en situaciones como ésta. Presenciar cómo la guerra —o mejor dicho, los generales— rehúsan doblegarse ante los elementos lo vuelve todo, según él, aún más pavoroso: «El fragor de la preparación artillera y de los fogonazos de los cañones se mezclaban con los aullidos del viento y los torbellinos de nieve». Incluso utilizando esta guerra como rasero, el número de bajas resulta extraordinariamente elevado porque la mayoría de los heridos perecen congelados en el mismo sitio donde han caído. Y los heridos que, a pesar de todo, logran sobrevivir la ventisca, la nieve y las temperaturas bajo cero suelen tener las extremidades gravemente dañadas por la congelación. Los hospitales se llenan de hombres con miembros amputados.
Andrei Lobanov-Rostovski no se encuentra demasiado bien. Son sobre todo los largos intervalos de ociosa espera en la retaguardia los que minan su ánimo. La pasividad y la falta de actividades le resultan «muy deprimentes». La monotonía solo se rompe cuando aeroplanos alemanes, por lo general al alba o al anochecer, vuelan sobre ellos y arrojan unas cuantas bombas.