Domingo, 28 de febrero de 1915
EN SOMME RENÉ ARNAUD SE HACE UNA IDEA DE LA LÓGICA QUE SIGUE LA HISTORIOGRAFÍA
Una fría madrugada de primavera. El sol todavía no ha salido, pero el alférez René Arnaud ya está despierto. En la penumbra, hace su ronda de rigor por la trinchera, yendo de centinela en centinela, controlando que todos cumplan sus turnos de vigilancia de dos horas y vigilando asimismo al enemigo, que no esté tramando algo. Es sabido que ésta es la mejor hora de la jornada para un ataque sorpresa. Aunque no es que ese tipo de ataques sean muy frecuentes aquí en el Somme.
Éste es un sector tranquilo. Los peligros son pocos. Puede que pase zumbando alguna que otra granada alemana, pero en ningún caso de las pesadas sino, de vez en cuando, una del 77 con su característico «shooooo… boom». Después están los francotiradores, claro, apostados para disparar contra cualquier despistado, y las rondas por ese ramal de aproximación que discurre por lo alto de una colina y que en un punto descubre el fuego de la ametralladora alemana que esté al acecho. Fue allí donde mataron a su predecesor, una bala de esa ametralladora le dio en la cabeza. Por cierto, que fue la primera vez en su vida que Arnaud vio un caído. Cuando se llevaron el cuerpo en una camilla, con la cabeza y los hombros cubiertos por un pedazo de lona y los pantalones rojos del uniforme tapados por un mono azul, Arnaud, pese a su falta de experiencia, no se sintió especialmente conmovido. «Me sentía tan lleno de vida que me resultaba imposible ponerme en su lugar, imaginarme allí tendido en una camilla con ese aire de indiferencia que siempre tienen los muertos».
Arnaud fue uno de los que vitorearon el estallido de la guerra. Tenía 21 años recién cumplidos, pero por su aspecto se diría que acababa de cumplir los 16. Su único miedo era que la guerra terminase antes de que él llegara al frente: «¡Qué humillante sería no poder vivir la mayor aventura de mi generación!».
Esa última hora de oscuridad que se disuelve lentamente pone a prueba los nervios del novato:
Cuando me detenía frente al parapeto de la trinchera y oteaba la tierra de nadie ocurría que me imaginaba que las estacas de nuestra fina red de alambrada eran las siluetas de una patrulla alemana que estaba allí en cuclillas, lista para lanzarse hacia adelante. Yo miraba fijamente esas estacas, las veía moverse, oía el sonido de las guerreras rozando el suelo y el tintineo de las vainas de las bayonetas… y entonces me volvía hacia el soldado que estaba de guardia, y su serenidad me tranquilizaba. Mientras él no viera ni oyera nada, allí no habría nada, solo mis propias y angustiosas alucinaciones.
Llega, por fin, el momento en que el horizonte empalidece, los primeros pájaros empiezan a trinar y las formas del paisaje se revelan imperceptiblemente bajo la lechosa luz del alba.
Oye un disparo. Después otro más, dos, varios. En menos de un minuto el fuego de fusilería restalla a lo largo de toda la trinchera. Arnaud corre a despertar a los que duermen. En el umbral del refugio se topa con soldados que ya están a punto de salir, las armas en la mano, intentando simultáneamente colocarse las mochilas. Ve un cohete de señalización rojo elevarse desde las líneas enemigas y sabe lo que significa: es una señal para la artillería alemana[55]. Pronto llega la consecuencia: un huracán de granadas que estallan delante, encima y detrás de la trinchera francesa. El borde del parapeto se perfila contra el torrente de fuego de las detonaciones. El aire se llena de «trayectorias, silbidos y explosiones». El olor a gases explosivos es picante.
Me latía el corazón, seguramente estaba muy pálido, y temblaba de miedo. Por instinto encendí un cigarrillo, suponiendo que eso me ayudaría a calmar los nervios. Me fijé en la tropa, que se acurrucaba en el fondo de la angosta trinchera con las mochilas encima de sus cabezas, a la espera de que cesara la preparación artillera.
Arnaud cae en la cuenta de que tal vez los alemanes ya estén en marcha, cruzando la tierra de nadie. A grandes zancadas salta por encima de las espaldas de los soldados tirados en el suelo, en dirección a un ángulo curvo de la trinchera desde donde sabe que se domina la línea enemiga. El aire cruje, ulula, silba. Cuando llega a ese punto enseguida enfoca toda su atención en vigilar a los alemanes: «Mi concentración en lo que había que hacer me liberó del miedo». Mira impertérrito la pendiente que separa las posiciones alemanas y francesas. Nada.
Poco a poco el fuego mengua, se extingue.
El polvo se va posando. De nuevo reina el silencio. Empiezan a llegar los informes. Dos muertos en la sección contigua, cinco en la compañía de la derecha.
Paulatinamente consigue componer una imagen de lo sucedido. A dos de los hastiados centinelas se les ocurrió disparar contra una bandada de aves migratorias, a todas luces unos zarapitos reales que iban de camino a Escandinavia para aparearse. Sus disparos indujeron a unos cuantos centinelas más a temer algún peligro invisible, así que uno de ellos empezó a disparar. Después fue cuestión de un instante antes de que el pánico se propagara por toda la trinchera. Por lo visto, los inesperados disparos habían hecho temer a alguien de la línea alemana que se avecinaba un ataque, por lo que había convocado a su propia artillería a sumarse al tiroteo.
Oficialmente, las consecuencias llegaron al día siguiente. En un comunicado del ejército francés pudieron leer: «En Bécourt, cerca de Albert, nuestro fuego ha aplastado completamente un ataque alemán». El comentario del propio Arnaud: «Es así como se escribe la historia».
El mismo día, el 28 de febrero, William Henry Dawkins le escribe a su madre:
Esta semana he recibido tu carta con fecha del 26 de enero, la cual puede muy bien ser la última que reciba en Egipto ya que estamos a punto de trasladarnos. Nadie sabe adónde. Durante el día de hoy se han marchado los regimientos 3rd BDE, 3rd FD AMB, 1st FD COY y 4th ASC rumbo a Alejandría, y en el plazo de 14 días nosotros los seguiremos. Imagino que nuestra destinación son los Dardanelos, pero también podría ser algún lugar de Francia, Turquía, Siria o Montenegro. En cualquier caso, nos trasladan y podremos, por fin, empezar a hacer algo.
Y el mismo día Herbert Sulzbach anota en su diario:
Los ataques franceses siguen sin remitir, hundiendo nuestra ya deprimida moral. Nuestros nervios y fuerzas están casi extenuados, ya que estos ataques y batallas de la guerra estática parecen más pesados de lo que serían en la guerra móvil. ¿Dónde se habrán metido los refuerzos? Dicen que la 1.ª Guardia de la División de Infantería está de camino.