Sábado, 13 de febrero de 1915
SOPHIE BOCHARSKI VUELVE A VER EL CEMENTERIO DE GERARDOVO
Escarcha, cielo encapotado de invierno. Comprenden que la batalla ha terminado porque el estruendo de las explosiones está menguando y el flujo constante de heridos también. Una semana de trabajo casi ininterrumpido ha llegado a su fin. Bocharski y las demás enfermeras están rendidas. Su jefe lo sabe perfectamente y le da a ella y a otro par de enfermeras un cometido que las alejará del improvisado hospital. Deberán dirigirse a la 4.ª División, que está en las inmediaciones, para repartir regalos entre los soldados, los cuales han llegado por correo enviados por particulares desde Rusia y que durante los combates han quedado amontonados en un rincón.
Un automóvil las espera. Suben a él y se ponen en marcha. La helada carretera las conduce fuera de la pequeña ciudad. Pasan por delante del cementerio militar que Sophie vio el día en que por primera vez llegó a Gerardovo. Observa que ha aumentado tres veces de tamaño, que se ha convertido en «un bosque de cruces de madera». No se sorprende.
Ha pasado una semana y con ella toda una era para esos muertos y, en cierto sentido, también para ella. Antes solo era una entre muchas jóvenes de clase alta, inexpertas, idealistas y algo arrogantes, que, ebrias de patriotismo y ardor bélico, se habían presentado como voluntarias para servir en la asistencia sanitaria. Y eso que donde ella estaba el estallido de la guerra no se recibió con júbilo, precisamente. Sophie recuerda al hombre que llegó al galope hasta la cancela de su finca para entregar un papel. Recuerda que a la mañana siguiente se llevaron los caballos al pueblo muy temprano para seleccionar a los más capaces para servir en la guerra. Recuerda que los mozos de la finca, vestidos de domingo, bajaron cantando por el camino y que sus madres y esposas caminaban junto a ellos; que las mujeres, para mostrar su dolor, se echaban los delantales por encima de la cabeza una y otra vez, y que sus quejumbrosas voces se elevaban y se hundían en el aire de finales del verano. Recuerda haber extendido la vista por el valle, el río y el inmenso bosque, y que en todos los caminos se veían grupos de gente, caballos y vehículos en marcha, todos yendo en la misma dirección: «Hasta donde alcanzaba la vista había tal cantidad de gente que era como si la tierra misma hubiese cobrado vida».
Bocharski fue destinada a una de las unidades de la Cruz Roja. El uniforme de enfermera se consideraba chic. En realidad no sabía nada. Cuando un día le mandaron limpiar el suelo del quirófano se quedó de piedra porque no había fregado un suelo en su vida. La mayor parte del tiempo ella y sus compañeras permanecían ociosas en una espera que se volvía cada vez más apática. Hasta que hace catorce días se inició la ofensiva alemana.
Fue entonces cuando por primera vez vivió la experiencia de una barrera de fuego a distancia: las distintas detonaciones que se funden unas con otras, el gruñido atronador y continuo que las acompaña, las sacudidas del suelo, el temblor de los cristales de las ventanas, el cielo nocturno rajado por incandescentes rastros luminosos. Tras una semana más de espera con este sordo decorado acústico de fondo, una gélida tarde la destinaron, a ella y a unas cuantas más, a Gerardovo. Por el camino pasaron interminables columnas de trineos tirados por caballos cargados de heridos. Algunos yacían sobre paja, otros sobre abigarrados almohadones, fruto del pillaje de alguna casa. Los cocheros caminaban al lado; saltaban y correteaban para entrar en calor bajo las heladas temperaturas de enero. Finalmente, Bocharski y las demás llegaron a una gran fábrica. El patio estaba abarrotado de vehículos de todas las clases imaginables y la ambulancia en la que habían llegado ellas tuvo que detenerse frente a la verja.
Tras derrotar a las fuerzas rusas que invadieron Prusia Oriental, el alto mando alemán había realizado varios intentos de abrirse paso hacia el sur, en dirección a Varsovia y las llanuras entorno al Vístula. Esta empresa no estaba teniendo demasiado éxito pese al uso de gas de combate por primera vez en la historia[54]. El último ataque, efectivamente, fue abortado casi de inmediato, y las cosas podrían haber quedado ahí de no ser porque el equivalente ruso de la parte atacante se dejó inspirar por esa interrupción para efectuar una serie de contraataques que comportaron gran número de bajas.
Éstas fueron tan cuantiosas que el aparato sanitario ruso se derrumbó. A las puertas de la fábrica se amontonaron las camillas con los heridos a los que no se había dado cabida en el interior, quienes tuvieron que quedarse fuera y perecieron congelados durante la noche. Dentro de la fábrica los heridos yacían por todas partes, incluso en las escaleras y entre las máquinas, la mayoría en camillas o sobre balas despedazadas de algodón. El poco personal que trabajaba allí dentro apenas tenía tiempo de retirar los cuerpos de los que habían muerto a consecuencia de sus heridas. Un ligero hedor a putrefacción hirió las fosas nasales de Bocharski nada más entrar. Casi se desmaya. Estaba muy oscuro. Había regueros de sangre por el suelo. De todos los rincones se oían voces suplicantes que la solicitaban, manos que se agarraban a su falda. La mayoría de los heridos eran jóvenes, y estaban asustados y confusos, lloraban, tenían frío, la llamaban «mamita» aunque ella tuviera la misma edad que ellos. Algunos parloteaban frenéticamente. En las grandes salas los focos de las linternas iban de un lado a otro «como ojos errátiles».
Y así día tras día.
Uniendo los relatos fragmentados de los heridos, Sophie Bocharski consiguió hacerse una idea general de lo ocurrido. Uno dijo: «Hermana, todavía veo aquel campo. No había dónde guarecerse, ni siquiera un árbol; tuvimos que cruzar ese terreno abierto y llano, y había tantas ametralladoras alemanas que no se podían ni contar». Otro: «Ordenaron a mis hombres que atravesaran ese campo abierto, sin bayonetas; ¿en qué estarían pensando?». Un tercero: «Cada día llenaban nuestras trincheras de nuevos reemplazos, y cada día, al caer la noche, solo quedaban unos pocos». Un cuarto: «Nosotros no podemos tirar granadas como los alemanes, lo único que podemos hacer es derrochar vidas». Algunos de los peores combates se han librado en torno a una gran destilería de aguardiente en cuyo patio se amontonan los cadáveres de los numerosos caballos muertos por el intenso bombardeo de granadas.
El automóvil se desvía por una carretera secundaria. Bocharski ve árboles talados. Ve que el terreno se abre hacia la derecha. Un campo cubierto de nieve lleno de los cráteres parduscos de las granadas. El oficial que cumple las funciones de acompañante señala un punto a lo lejos: allí está la funesta destilería, allí. Ella mira por unos prismáticos. Escucha un «silbido profundo» seguido de una detonación. Ve formarse un surtidor que arroja tierra a la derecha del coche. Después vuelve a oírse un estampido. Ahora a la izquierda. El viaje prosigue a toda velocidad, subiendo por una arboleda, en dirección a una casa solariega no muy grande. Entran, atraviesan un vestíbulo ocupado por telefonistas, se introducen en una sala inmensa y vacía donde dos altos mandos se hallan inclinados sobre una gran mesa.
Les traen té. A Sophie le toca sentarse junto al que resulta ser el jefe de división, el muy correcto y elegante general Mileant. Éste se muestra satisfecho, declara que la batalla es «una gran victoria para el ejército ruso». Y añade: «Solo en mi división he perdido 6000 bayonetas». Sophie da un respingo, ya que ella «nunca habría imaginado que las bajas se contaran en términos de bayonetas, sino de hombres heridos y agonizantes». La atmósfera se anima con la llegada de un comandante de artillería cuya esposa es una antigua conocida de Sophie y «la mujer más elegante de Petrogrado». La reunión acaba siendo bastante agradable. En el aire flota una sensación de alivio. En general, porque todos tienen la impresión de haber vivido algo que puede denominarse éxito. En el caso de Sophie Bocharski, probablemente, por la satisfacción de haber sabido estar a la altura de las circunstancias. Llegan a reírse bastante mientras toman el té.