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Sábado, 23 de enero de 1915

HERBERT SULZBACH SE VE EXPUESTO AL FUEGO ARTILLERO FRANCÉS EN RIPONT

Acaba de nevar. Cuando el fuego artillero cesa alguna vez el paisaje blanco y ondulante tiene algo de apacible, casi idílico. El problema es que eso no sucede a menudo. Lo normal son las constantes explosiones.

Desde hace un par de semanas los franceses están efectuando avances por diversos puntos de esta parte del frente occidental: en Argonne, en Alsacia y aquí, en la Champaña. Aunque los logros franceses hayan sido muy moderados, se acompañan del peor fuego artillero jamás visto por Sulzbach hasta la fecha. Y con frecuencia el fuego ha sido dirigido hacia el lugar donde están emplazadas sus piezas, que actualmente es un colador lleno de hoyos de granadas. De momento, sus cañones de 7,7 cm, convenientemente atrincherados, se han salvado. La antigua costumbre de colocar a los caballos de tiro y los avantrenes en las inmediaciones de las piezas ha tenido que desecharse, obviamente. Pero como los traslados se han vuelto cada vez más inusuales, no importa. En las líneas posteriores se ven hileras de destartaladas chabolas y cuadras levantadas a toda prisa que, a medida que pasa el tiempo, van adquiriendo un cariz más estable.

Al igual que la guerra misma. Sulzbach es uno de los cientos de miles que salieron en desfile de sus ciudades convencidos de que todo el asunto habría concluido en unas pocas semanas —de ahí la prisa enmascarada de entusiasmo—, pero por Año Nuevo no tuvo más remedio que constatar decepcionado que distaba mucho de vislumbrarse el final. Esto, además de las granadas, el frío, la humedad, y sobre todo el barro, que se mete por todas partes y en cualquier sitio y todo lo cubre, le ha hecho perder su buen humor. Sulzbach ya no canturrea tanto como antes. Se ha hecho cargo de un perro abandonado: una pequeña hembra blanca de raza mestiza. Otra de las bendiciones es su amigo Kurt Reinhardt. Con él puede conversar sobre cualquier cosa.

Este día los franceses los someten una vez más a un intenso fuego artillero. Desconfiando de sus recién construidos refugios subterráneos o solo por el temor de que los entierren vivos, prefieren salir al aire libre y echarse boca abajo sobre el barro helado. Los estampidos, las ondas expansivas y los gases liberados por las explosiones se levantan en torno a ellos desde los cuatro costados. Más tarde anota en su diario:

Por suerte, no podemos pensar demasiado, pero a la que tienes un poco de tiempo para hacerlo siempre te imaginas marchando triunfante de vuelta al cuartel de tu regimiento, allá en tu ciudad. Aunque no es hora de flaquear, ahora somos «soldados veteranos» pero ¿acaso volverá haber una verdadera paz algún día? Unos cuantos soldados más de la batería han resultado heridos, y dos de los caballos están muertos.