Domingo, 17 de enero de 1915
RICHARD STUMPF LIMPIA LA CUBIERTA DEL ACORAZADO
HELGOLAND FRENTE A LA ISLA DE HELIGOLAND
Un mar frío y plomizo. La expectante tensión se ha deshecho en un bostezo. Ni una sola vez han entrado en combate, ni una sola vez han visto al enemigo. Durante la batalla naval frente a las costas de Heligoland de finales de agosto escucharon el distante fragor de los cañones pero nunca tuvieron la ocasión de intervenir. Stumpf lo califica de «día funesto» para él y para el resto de la tripulación. La situación más próxima a un combate que han vivido fue cuando, el día de Navidad, oyeron el ruido de los globos dirigibles británicos. Debido a que el SMS Helgoland estaba envuelto en una espesa capa de niebla no les atacaron, pero a poca distancia de ellos uno de los zepelines soltó sus bombas contra un crucero y un carguero consiguiendo que se declarara un incendio en uno de los dos. El buque de Stumpf disparó en la dirección de donde provenía el ruido, a ciegas, claro, y precisamente por eso, tanto mayor era su vehemencia.
No es cuestión de que el SMS Helgoland ni los otros buques de la Flota de Alta Mar alemana se escabullan. La estrategia de esta consiste en elegir a conciencia las batallas que quiere librar contra la numerariamente muy superior Real Armada Británica. Son los submarinos los encargados de realizar el trabajo sucio y cotidiano de estrangular los suministros a las islas británicas y así debilitar poco a poco al adversario[45].
Hasta ahora las batallas navales no han sido ni grandes ni impresionantes; los almirantes de ambos bandos son vivamente conscientes de que podrían perder esta guerra en una sola tarde. La falta de triunfos en el mar, sin embargo, se ve compensada en Alemania por otros relatos. Al estallar la guerra la Marina alemana tenía desperdigados por los siete mares unos escuadrones ligeros que, por lo general, se hallaban en las proximidades de alguna de las colonias del Segundo Reich. Muy pronto se iniciaron una serie de juegos del gato y el ratón entre estos escurridizos corsarios y los pesados vapores de la Armada británica[46]. Así pues, hasta la fecha, la Flota de Alta Mar alemana se ha contentado con patrullar sus propias aguas a fin de proteger su país de desembarques enemigos, amén de realizar esporádicos ataques puntuales contra la costa inglesa del mar del Norte[47].
Desde las Navidades el acorazado Helgoland ha estado patrullando cada dos días, una tarea fatigosa que a menudo comporta pocas horas de sueño. Para colmo, es de una monotonía apabullante. Stumpf anota en su diario: «No ocurre nunca nada digno de mención. Si yo cada día anotara mis tareas siempre pondría lo mismo».
También este día está dominado por la rutina.
Primero Stumpf y los otros marineros friegan la cubierta. A continuación pulen todos los detalles de bronce hasta dejarlos como el oro. Finalmente, se pasa una pedante revista a los uniformes. Sobre todo esto último saca de quicio a Stumpf. En su diario escribe:
Pese a que debido a la escasez de lana no hemos podido sustituir las prendas gastadas del almacén, el jefe de División[48] se dedica a examinar cada arruga y cada mancha de nuestros uniformes. Cualquier intento de explicación es rechazado siempre con la misma frase: «¡Nada de excusas!». ¡Por el amor de Dios, actitudes como ésta me hacen aborrecer la Marina! La mayoría ya no se inmuta. Nos contentamos con pensar que no todos los oficiales son de esa manera.
Stumpf hace de tripas corazón durante la «odiosa revista» pero para sus adentros ruega que aparezca un aeroplano enemigo y «suelte una bomba sobre la coronilla del viejo». También se consuela pensando en que esa tarde libra.
Entonces llega una orden. El acorazado Helgoland tiene que dar media vuelta hacia Wilhelmshaven para ir a dique seco. «Mierda —escribe—. Otro domingo fastidiado». La guerra sigue desafiando las expectativas de Stumpf. La tarde se pierde en complicaciones con las esclusas. En el azulado crepúsculo se interrumpen los intentos de seguir adelante, y echan amarras para pernoctar.