Miércoles, 13 de noviembre de 1918
PÁL KELEMEN REGRESA DESMOVILIZADO A BUDAPEST
Crepúsculo. Golpetean las junturas de los raíles. El viaje en tren continúa. Empezó hace unos días, cuando el Estado Mayor y los últimos soldados de la división se embarcaron en Arlon, muy entrada la noche, a la luz de unas linternas. Desde entonces han estado rodando, a trompicones y dando bandazos, y haciendo muchas paradas sin explicación. A través de Bélgica, a través de Francia, a través de Alemania, a través de Austria. Los oficiales viajan aparte, a la cabeza del convoy, en un vagón de pasajeros especial; el equipo y la tropa en ordinarios vagones de mercancía.
En Alemania les trataron como «a apestados». Al igual que en los últimos días en el frente occidental, las autoridades alemanas querían evitar a toda costa que los soldados húngaros, rebeldes y ansiosos por volver a sus casas, contagiaran su actitud a los miembros todavía aptos para el combate del ejército alemán. Y la disciplina, que ya anteriormente había dado muestras de ser floja, se ha degradado por completo durante el viaje, fundamentalmente debido al alcohol; la mayoría de los que van a bordo del tren han bebido, vociferan, están eufóricos y son agresivos. De vez en cuando suena un tiro. Son los soldados que debido a la borrachera o a la alegría disparan sus fusiles al aire.
Poco antes de entrar en Austria el tren fue detenido por representantes de las autoridades alemanas, que les exigieron la entrega de todo el material bélico, seguramente para que no fuera a parar en manos de alguno de los grupos revolucionarios austríacos que les esperaban al otro lado de la frontera. Aquí podría haber ocurrido algo desagradable, ya que los achispados y recalcitrantes soldados se negaron en redondo a entregar las armas. Sin embargo, los alemanes neutralizan la situación contentándose con retener únicamente a los caballos, las cocinas rodantes y otros objetos similares. (De modo que al cruzar la frontera y ser recibidos por «civiles con brazales, exaltados, mal vestidos y sin afeitar» estos no hallaron nada más que llevarse que la máquina de escribir del Estado Mayor de la división).
Una vez en Austria el ambiente se volvió a la vez más animado y más amenazador. En todas y cada una de las estaciones se apeaban soldados, por lo general con alivio, al tiempo que otros subían al tren, por lo general borrachos. También los disparos han sido más frecuentes durante las últimas veinticuatro horas. El hurto y las amenazas se han producido cada vez más abiertamente. En su viaje a Budapest Kelemen va acompañado de su asistente Feri, su mozo de cuadra Laci y uno de los ordenanzas, Benke, quienes juntos se encargan de protegerle y también de esconder su equipaje en la carbonera de la locomotora.
Cae la noche. Puntos de luz al otro lado de los cristales. Llegan sonidos de tiros y gritos de entusiasmo de los vagones de mercancías posteriores. El tren se detiene en una estación y allí se queda. La impaciencia aumenta entre los soldados. A través de las puertas abiertas de los vagones disparan una ráfaga tras otra. Unos cuantos se agolpan frente al vagón de oficiales, que ahora está semivacío; los llaman, amenazan con el puño en alto, exigen dinero para vino. Suenan disparos. Las ventanas se resquebrajan, y los trozos de cristal tintinean al estrellarse contra el suelo. Antes de que ocurra algo verdaderamente serio el convoy se pone en marcha con un tirón, y los camorristas se apresuran a subir a bordo.
Después, el paisaje que envuelve los vagones agujereados por las balas se va densificando. Han llegado a los suburbios de Budapest. El tren se detiene unos instantes en uno de los apeaderos de Rákos. Son alrededor de las doce de la noche. Kelemen y sus tres acompañantes aprovechan la ocasión para apearse. El alivio que le produce a Kelemen estar de vuelta en su ciudad natal es fugaz: un ferroviario le advierte de que reina el caos: unas gentes que se autodenominan revolucionarios deambulan por las calles, saquean tiendas y les arrancan a los oficiales que regresan sus distintivos de rango, sus medallas y sus pertenencias.
Con su equipaje escondido bajo los asientos del carruaje, Kelemen y sus acompañantes entran en la ciudad. A las cuatro de la madrugada llegan a la casa paterna. Hace sonar el timbre de la gran cancela. No pasa nada. Vuelve a llamar. Llama una vez más. Al final sale el portero. Temeroso y con actitud expectante, éste va cruzando la penumbra del patio interior. Kelemen pronuncia su nombre al tiempo que se echa atrás el abrigo para mostrar sus hombreras con los distintivos de rango. El portero saluda «encantado» al pequeño grupo y da la vuelta a la llave de la pesada cancela para que Kelemen y los demás puedan entrar inadvertidos.
Suben con el montacargas y entran por la puerta de servicio. Como no quiere despertar a sus padres se echa a dormir en el ropero del vestíbulo.