Miércoles, 30 de octubre 1918
HARVEY CUSHING ESCUCHA LA HISTORIA DE UN JOVEN CAPITÁN EN PRIEZ
Sea lo que sea lo que ha contraído no hay modo de que remita. Hace unos diez días consintió en que lo ingresaran, a regañadientes pese a comprender que estaba muy grave. Llegado a ese punto Cushing tenía mareos, le costaba andar, de hecho hasta tenía dificultades en abrocharse los botones de la ropa. El hospital está en Priez, y ahora se está recuperando. Dedica su convalecencia a leer novelas, dormir, cazar moscas y tostar pan en la pequeña chimenea.
Pero aunque su cuerpo todavía le traicione, tiene la mente abierta como de costumbre y a su faceta de profesional le cuesta soportar la falta de actividad. Uno de los pacientes de su pabellón es un joven capitán, un compatriota, y Cushing ha aprendido a entender el tartamudeo del joven y a reconocer su paso renqueante, vacilante. El joven capitán parece sufrir algún tipo de variación de la neurosis de guerra. El médico que lleva a Cushing en Priez conoce su interés por este tipo de afecciones. Y ha permitido que Cushing esté presente mientras conversa con dicho paciente.
Este día ambos facultativos realizan una entrevista final con el joven capitán tartamudo, y más tarde Cushing resume el caso en su diario.
El paciente, denominado B, tiene 24 años de edad, es rubio, de cabello bien cortado, estatura media y fisonomía musculosa; ha sido jugador de fútbol americano. B no consume bebidas alcohólicas ni tabaco. Se ha criado en un ambiente acomodado. Ha sido miembro de la Guardia Nacional desde 1911, estuvo estacionado en la frontera sur durante la guerra de México en 1916, sentó plaza en enero de 1917, ascendió a alférez ocho meses más tarde y desembarcó en Francia (con el 47.º Regimiento de Infantería) en mayo de 1918.
B ha llegado a Priez remitido por uno de los hospitales militares más cercanos al frente para recibir tratamiento por sus graves problemas psicosomáticos. Aparte de unas heridas leves —entre otras cosas, unas quemaduras producidas por gas mostaza— estaba físicamente indemne cuando el día 1 de agosto salió de la primera línea, pero padecía graves alteraciones de vista y motricidad. Por su parte, B insistía en que lo único que precisaba era descanso, por lo que se tuvo que hacer uso de la fuerza para que ingresara. Cuando B llegó a Priez estaba ciego y apenas podía caminar.
Como recién llegado a Francia y a fin de observar y adquirir experiencia, B fue destinado a distintas unidades en la línea del frente, lo que significa que no tardó en entrar en combate. En mayo formó parte de la retirada británica del Somme, a comienzos de junio del cuerpo de marines cuando éstos recibieron el bautismo de fuego en el bosque de Bellau, y a mediados de julio siguió a una unidad francesa que tuvo que rechazar reiterados avances alemanes.
A finales de julio fue enviado en camión junto con su propio regimiento a un sector del frente situado al oeste de Reims, donde franceses y americanos habían iniciado un contraataque. La idea era que funcionaran como un cuerpo de bomberos que se ponía en servicio en los lugares en que los atacantes se encallaban. La noche del 26 de julio el regimiento atravesó un bosque lleno de gas. Al amanecer les hicieron bajar de los camiones para participar en un ataque ya iniciado. Como no era más que teniente, B no tenía el menor conocimiento del plan. Éste era el primer combate en serio de la unidad, y apenas pusieron los pies en el campo de batalla cayeron bajo un pesado fuego artillero. El teniente coronel y uno de los comandantes resultaron gravemente heridos, y pronto murieron el otro comandante y el capitán de B. Esto implicaba que, de repente, B se había convertido en el oficial de más graduación del batallón.
En medio de este caos apareció «de la nada» un general al que B no conocía, quien le señaló con la mano y dijo: «Tiene usted que cruzar un río que está por allá y tomar una ciudad llamada Sergy». El batallón ya estaba cansado tras la marcha nocturna y trastornado por el pesado fuego artillero, pero B se encargó de que se colocaran en formación de combate. Avanzaron por un trigal donde las espigas llegaban a la cintura, bajo un pesado fuego artillero alemán, cruzando el río (que resultó ser poco más ancho que un arroyo), hasta entrar en Sergy. Hacia las diez de la mañana habían limpiado la ciudad de enemigos. Más tarde les sometieron a un intenso bombardeo preliminar, y luego la infantería alemana emprendió un contraataque.
Y así continuó. A un ataque le sucedía un contraataque. Durante cinco días la pequeña ciudad cambió de amos en nueve ocasiones. Una vez tras otra les hicieron retroceder fuera de la ciudad, hasta el estrecho río y el pequeño molino que B había designado como cuartel general y puesto de socorro combinado. Una vez tras otra se lanzaron al contraataque y reconquistaron Sergy. Entraron en combate con 927 soldados rasos y 23 oficiales. Hacia finales del quinto día quedaban 18 soldados y un oficial; los demás estaban heridos o muertos[280]. Cushing anota:
B reconoce que, llegado a este punto, la situación le hastiaba. Él era el responsable de la protección antigás, y casi todos sus hombres estaban más o menos heridos por éste, muchos de ellos con graves quemaduras[281]. Además, hacía las funciones de oficial de enlace, de una a dos veces por día y de dos a tres veces por noche. Esto era una necesidad, ya que las líneas telefónicas con el 168.º[282] no tardaron en ser cortadas a tiros y no había nadie en el cuartel general que pudiera descifrar señales luminosas. Durante todo el periodo en cuestión no se pudo mantener una comunicación estable con la retaguardia. B era asimismo enfermero, encargado de que los heridos fueran llevados de vuelta al molino, cosa que se llevaba a cabo bajo constante fuego artillero. Él mismo realizó dos amputaciones con un cuchillo de campaña y un viejo serrucho que encontró en el molino. Una noche cargaron 83 hombres en camillas improvisadas y los enviaron a la retaguardia.
Cuando había la suficiente calma destinaban las noches a buscar comida y municiones entre los caídos propios y los enemigos. Durante un tiempo su munición se redujo a 20 balas por hombre. Durante gran parte del tiempo hicieron uso de fusiles y munición alemana, incluidas granadas de mango[283], las cuales en un principio provocaron bastantes bajas entre la tropa. Las granadas de mango alemanas tenían un tiempo de ignición de tres a cuatro segundos comparado con los cuatro a cinco de las nuestras. La comida alemana era buena, es decir, la que pudieron encontrar: salchichas, pan y latas de carne argentina.
Los menos extenuados tenían que reunir a los heridos. Se trataba de una ardua tarea. A menudo éstos solo podían ser levantados dos o tres pasos a la vez, dependiendo de las circunstancias. Muchos con tres o cuatro heridas continuaban luchando, en la práctica no tenían otro remedio. Con frecuencia los ilesos y los heridos combatían juntos; cuando estos últimos no se tenían en pie les tocaba cargar fusiles de reserva. Los hoyos de las granadas eran su único abrigo.
Fue en estos días cuando B vio por primera vez un caso de neurosis de guerra. Él no entendió nada, sino que creyó que el hombre era un cobarde. Cada vez que caía una granada en las cercanías el hombre corría a buscar refugio, temblando y dando sacudidas. Pero después siempre volvía y reanudaba su cometido. Lo que el hombre no soportaba eran las explosiones. Por otro lado, todos estaban bastante trastornados tras el casi incesante fuego artillero, granadas altamente explosivas mezcladas con gas.
Lo peor de todo, sin embargo, era seguramente el gas lacrimógeno, que olía a peras podridas y les hacía estornudar y a menudo también vomitar en sus máscaras antigás, obligándoles a desprenderse de ellas y que fuera lo que Dios quisiera. Todos estaban más o menos afectados, y el lagrimeo les hacía apuntar mal.
El lunes B quedó muy aturdido cuando un fragmento de metralla de una granada altamente explosiva le dio en el casco. Él lo compara con un golpe en la sien con una pelota de béisbol. La tropa creía a menudo que les habían herido. Podían sentir un golpe en la pierna y ver sangre y un rasguño en el pantalón, pero cuando se los bajaban solo encontraban un morado; la sangre provenía de una herida del soldado que tenían al lado.
El paciente le cuenta a Cushing y a su colega que los relevaron al anochecer del miércoles. Pese a no haber dormido prácticamente nada durante seis días tuvieron que marchar a pie toda la noche. Hasta la hora del almuerzo del día siguiente no pudieron hacer un alto. Entonces les sirvieron comida caliente y un teniente coronel comprensivo obligó a los soldados a irse a dormir.
B por su parte, no pudo descansar, pues descubrió que le faltaba su libro de códigos y tomó prestada una motocicleta para regresar a Sergy. Allí encontró el libro en el bolsillo de su propia guerrera, que él mismo había plegado y colocado como almohada bajo la nuca de un soldado herido. Éste estaba muerto pero el libro de códigos seguía allí. Justo cuando B estaba a punto de marcharse descubrió a un herido que había sido olvidado en la ribera. Intentó vadear la corriente con el hombre en brazos, pero les empezaron a disparar. Al herido lo mataron a balazos, él por su parte recibió un fuerte golpe. Aturdido, encontró su motocicleta y, todavía bajo el fuego, se marchó de allí.
Cuando regresó, los que estaban allí enseguida vieron que algo andaba mal. B tenía temblores y tartamudeaba y le costaba incluso sentarse. Le dieron a beber whisky y le echaron agua helada. Nada surtió efecto. B se sentía muy mal, vomitaba, padecía una terrible cefalea, le zumbaban los oídos, se sentía mareado y una neblina amarillenta le nublaba la vista. No se atrevía a dormir puesto que se le había metido entre ceja y ceja que, de hacerlo, estaría ciego al despertar. A partir de aquí sus recuerdos se vuelven inconexos.
Hacia el final de la entrevista le preguntan al paciente cómo se encuentra en esos momentos:
Lo peor actualmente son los sueños; no son sueños, de hecho, porque en mitad de una conversación normal y corriente se me puede aparecer con gran claridad la cara de un alemán a quien le clavé la bayoneta, y entonces oigo esas horribles gárgaras y veo su rostro desencajado. Y si no es a él, veo al hombre a quien uno de nuestros muchachos le cortó la cabeza con un cuchillo de labranza[284]; antes de que el hombre se desplomara la sangre salió disparada a chorros por el aire. ¡Y los atroces olores! Si quiere que se lo diga, apenas soporto ver cómo sirven carne en la mesa. Por no hablar del tormento que supone la tienda del carnicero que tenemos precisamente debajo de la ventana. Cada día que pasa intento acostumbrarme.
El paciente quiere regresar al frente para participar en la gran ofensiva final. Sin embargo, no está en condiciones de hacerlo. Cushing anota el diagnóstico del joven capitán: «Neurosis psíquica surgida en acto de servicio».