Martes, 15 de octubre de 1918
ALFRED POLLARD ENFERMA EN PÉRONNE
Su viaje en tren es desapacible. Pese a tener una manta con la que calentarse no cesa de sentir frío. Además, le estalla la cabeza. Y cuando, a pesar de todo, consigue dar unas breves e intranquilas cabezadas, su consciencia se inunda de «extrañas pesadillas».
Pollard va de camino al frente. Quiere sentir «la emoción del asalto» por última vez; eso es lo que él mismo dice. El ejército alemán ha iniciado una retirada general. El final está cerca. Pero no es solo la excitación de la batalla lo que le seduce: el estar presente en el momento decisivo es para él una cuestión de autoestima.
En lo que va de año se ha visto ocupado en una serie de actividades tras las líneas, últimamente seleccionando soldados activos de entre el número de no combatientes de uniforme que llenan la impedimenta y la retaguardia, dado que por cada hombre que combate en las trincheras hay unos quince que realizan distintos cometidos de soporte, principalmente proveer suministros y municiones a los que están en primera línea. Las bajas del ejército británico han sido tan cuantiosas que la falta de efectivos en la línea de fuego se ha vuelto verdaderamente acuciante. (Francia, por otro lado, se enfrenta al mismo problema. El ejército francés, en su apuro, ha empezado a mordisquear de las futuras promociones de reclutas; ahora ya llaman a filas a chicos de 17 años). Los seleccionados que Pollard se encarga de instruir no tienen nada de voluntarios; se trata de una variedad de tipos, desde hombres con leves discapacidades a criminales excarcelados con el único fin de mandarlos al frente. Entre sus soldados hay nada menos que once asesinos convictos. Pollard mantiene una disciplina de hierro y es rudo. Lleva un uniforme a medida.
La notificación de que su batallón iba a entrar en servicio nuevamente ha inducido a Pollard a solicitar la baja de su puesto en el campamento de instrucción. En estos momentos viaja en tren en dirección a Péronne, donde espera que alguien del batallón le reciba. Tirita de frío y sigue mortificado por las pesadillas febriles.
Se apea del tren en Péronne pasados unos minutos de la medianoche. Hace una noche estrellada y fría. Nadie ha venido a recibirle en la estación, así que deja a su asistente allí para que vigile su equipaje. La ciudad está vacía, silenciosa, sumida en la oscuridad; da la impresión de haber sido abandonada. Solo hace poco más de un mes que la reconquistaron tropas australianas. Pollard sale de la ciudad y, guiándose por las estrellas, dirige sus pasos hacia el este. Tarde o temprano tiene que llegar al frente. Allí encontrará a alguien que sepa decirle dónde para su batallón.
Los pasos de Pollard se vuelven cada vez más vacilantes. Cae de bruces, se levanta con gran esfuerzo. Está enfermo, aquejado de la gripe que han contraído tantas personas en Europa, de hecho, en todo el mundo. La afección tiene su origen en Sudáfrica pero se la denomina la «gripe española» o, simplemente, «la española[279]».
La carretera nocturna se vuelve cada vez más estrecha. ¿O acaso son sus piernas las que no le obedecen del todo? En él se está librando lo que será su última batalla, la entablada entre un cuerpo cada vez más débil y un espíritu que se niega a aceptar los hechos, el mismo espíritu que le ha inducido a arriesgar su vida una y otra vez, pese a las casi nulas expectativas de éxito y arrostrando inmensos peligros. Su cerebro ardiente por la fiebre se llena de «extrañas ocurrencias».
En ésas que cae de nuevo. Intenta levantarse pero, por el contrario, se hunde «derecho en un abismo»; su último recuerdo es estar cayendo y que la caída no tiene fin.