220.

Lunes, 14 de octubre de 1918

WILLY COPPENS RESULTA HERIDO SOBRE THOUROUT

De saber que formaría parte de la patrulla del alba, sin duda se habría acostado más temprano. Era alrededor de la medianoche cuando Coppens volvió montado en su motocicleta (todo estaba ya apagado y en silencio) y leyó la orden del día a la luz de un fósforo; enseguida comprendió que tendría que levantarse demasiado pronto.

Ahora son las cinco, habrá dormido unas cuatro horas. Coppens sabe por qué tienen que madrugar tanto. Esta mañana también el ejército belga inicia una ofensiva con la finalidad de incrementar la presión sobre los ya muy apurados alemanes. El fin no puede estar muy lejos.

El problema es que hay niebla y el cielo está gris y encapotado. Los aeroplanos han sido sacados de sus hangares de lona verde pero apenas se ven en la penumbra. No hay suficiente luz para volar; todavía no. Así que esperan.

A las 5.30 horas los cañones abren fuego allá por el este. Sus relámpagos se funden con la delgada membrana rojiza del sol saliente. Coppens nunca antes ha oído un fuego de artillería tan intenso en este sector del frente. Se dirige al hombre que tiene a su lado y dice: «¿Será esto el final de la guerra?».

A las 5.35 horas viene uno de los oficiales del Estado Mayor con una llamada de auxilio de las primeras líneas: ¡Destruyan el globo cautivo de Thourout! La artillería belga está expuesta a un contrafuego certero, y seguramente el director de fuego artillero alemán estará a bordo de la saucisse, la salchicha (es el mote corriente con que se conoce a estas aeronaves) suspendida en el aire algo detrás de las líneas enemigas. Este tipo de globos —anclados en tierra mediante cables de acero y dotados de unos cestos donde uno o dos oteadores comunican por teléfono sus observaciones al suelo— son utilizados por todos los ejércitos. Constituyen una imagen aborrecida para los soldados de infantería, una apreciada técnica auxiliar para los artilleros y un objetivo gratificante, aunque peligroso, para los aviadores. Las «salchichas» están protegidas por grupos de baterías antiaéreas. Además, incendiar una de esas vejigas infladas de gas hidrógeno es más difícil de lo que se cree; se requieren intrepidez y proyectiles especiales, o bien en forma de municiones incendiarias o bien de cohetes[277]. En ningún caso está claro el desenlace de antemano.

A las 5.40 horas Coppens despega en su Hanriot azul. Su camarada de vuelo es un piloto nuevo, Etienne Hage. La capa de nubes se extiende ininterrumpidamente a una altura de aproximadamente 900 metros. Coppens y Hage se sitúan ambos justo por debajo de ella, a unos 800 metros. El sol ha salido, pero apenas es capaz de atravesar la neblina gris de octubre. Los dos pilotos vuelan hacia el frente a media luz.

Al aproximarse a las líneas atrincheradas Coppens descubre que no se trata de un globo cautivo sino de dos. Uno de ellos, en efecto, está suspendido sobre Thourout, a una altura de unos 500 metros. Simultáneamente, otro se está elevando sobre Praet-Bosch. Ha alcanzado ya los 600 metros de altura y sigue subiendo[278]. Coppens sabe por experiencia que en tales situaciones siempre hay que comenzar por atacar el globo más bajo. Tan pronto una «salchicha» ha sido agredida, el personal de tierra enseguida empieza a tirar de ella, y como los alemanes, desde hace poco, utilizan tornos a motor, el proceso puede ser bastante rápido. Si un globo cautivo ha descendido mucho, la defensa antiaérea puede alcanzar fácilmente al atacante, con lo cual es prácticamente un suicidio proseguir el ataque. (Los pilotos de combate británicos, por ejemplo, siguen una regla simple según la cual nunca hay que atacar las «salchichas» que se encuentren a 300 metros, o menos, de altura).

Pero Hage es inexperto y se entusiasma. Coppens pone curso al globo de Thourout, mientras que Hage coloca su avión delante del de Coppens, obligándolo así a atacar al globo sobre Praet-Bosch primero.

A las 6.00 horas Coppens dispara su primera ráfaga, una breve. Se da cuenta de que la cubierta del globo ha prendido fuego y comienza, por tanto, a virar rumbo al globo número dos. Hage, en cambio, no ve que el globo ha empezado a arder, ya que el fuego se propaga lentamente en el aire frío y húmedo, de modo que regresa para un segundo ataque. Coppens vacila. Con el rabillo del ojo detecta que ya han empezado a halar el globo de Thourout, por el otro vislumbra unos aeroplanos que no puede identificar. ¿Serán enemigos? No quiere dejar a Hage solo, así que da media vuelta, justo a tiempo de ver el globo de Praet-Bosch inflamarse y caer al suelo estrujado por las llamas.

Ahora, ambos ponen rumbo al globo de Thourout.

Éste está descendiendo hacia el suelo a marchas forzadas. Cuando lo alcanzan ya ha pasado por debajo del peligroso límite de los 300 metros.

Coppens vuela por en medio de una tempestad de explosiones de granadas y de oscilantes estelas de luz dejadas por las balas trazadoras. Ha descendido tanto que puede oír «el malévolo ladrido» de las ametralladoras, sonido que, normalmente, durante un combate aéreo, siempre queda ahogado por el rugido del motor.

Unos segundos más tarde, a las 6.05, está lo suficientemente cerca como para abrir fuego. Un instante después siente un impacto violento contra la pierna izquierda. Una blanca oleada de dolor recorre su cuerpo. La conmoción es tan poderosa que su pierna derecha se estira involuntariamente, apretando el pedal derecho del timón hasta el fondo, con lo cual el avión vira hacia abajo y desciende en barrena. El cielo y la tierra ruedan dando tumbos, una y otra vez, al mismo tiempo que la mano de Coppens se agarrota en el disparador de la palanca de mando. Las balas salen a chorro del aeroplano, que gira dando bandazos.

Los calambres del dolor se atenúan un poco. Con gran esfuerzo Coppens consigue detener la caída en espiral contra el suelo. Su pierna izquierda ya no le obedece, por el contrario, cuelga inerte; siente el bombeo de la sangre saliendo de ella. (Más tarde sabrá que una bala trazadora atravesó el fondo de la carlinga alcanzándole en la parte inferior de la pierna, desgarrando los músculos y cortando tanto la tibia como la arteria). Sin embargo, con el pie derecho Coppens todavía puede maniobrar los dos pedales conectados del timón.

Ahora solo tiene en mente dos cosas. Una: alcanzar sus propias líneas; no puede caer prisionero. Dos: no puede perder el sentido; en ese caso se estrellaría.

Mareado por el dolor y la pérdida de sangre se arranca primero sus gafas de aviador y su casco de cuero —los guarda en el bolsillo de su chaqueta— y luego la bufanda de seda que se ha liado en torno a la cara para protegerse del frío. Porque eso es precisamente lo que necesita en estos momentos: frío. Para mantenerse despierto.

Lo consigue.

Después de cruzar la línea del frente belga realiza un aterrizaje forzoso en un pequeño campo junto a un camino. Unos soldados se apresuran hasta allí para ayudarle. En su afán por sacarle de la carlinga bañada de sangre hacen, literalmente, pedazos el aeroplano.

Coppens es transportado en ambulancia hasta el hospital de De Panne junto con dos soldados heridos. Debilitado por la pérdida de sangre y cada vez más mortificado por el dolor, siente que el viaje lleno de baches en la ambulancia no acaba nunca. Conoce el camino. Él y los demás pilotos lo han recorrido incontables veces, yendo o viniendo de distintas diversiones en De Panne. De modo que yace tendido en la zona de carga sin ventanas de la ambulancia intentado calcular dónde se encuentran; cuánto, exactamente, falta para llegar.

A las 10.15 horas el vehículo se detiene frente a la acera del Hôpital de l’Océan. Oye gritar al conductor que el célebre piloto se está muriendo. Coppens es trasladado en camilla. En espera del médico se incorpora y se despoja de la chaqueta de cuero. Es el último recuerdo nítido que tiene.

A partir de aquí la inconsciencia, la fiebre, el éter y el cloroformo se funden dejando tras de sí recuerdos de un carácter fluido y onírico: imágenes de quirófanos y de médicos de blanco, imágenes de una figura alta y delgada que se inclina sobre él para prenderle una medalla en el pecho, imágenes de un hombre que le hace honores con un sable desenvainado y lee un comunicado en voz alta. Y siempre esa sed constante; más tarde comprenderá que es a causa de la pérdida de sangre.

Después recordará con horror «esos días terribles con sus largas noches». Al cabo de una semana todavía no se sabe si sobrevivirá. Le amputan la pierna izquierda.

Mi estado general empeoró, y perdí el ánimo. Ya no tenía fuerzas para oponer resistencia. El hecho de que me anestesiaran en la mesa del quirófano cada día desgastó progresivamente mi sistema y, pese a todos los cuidados que recibí, me dejó con los nervios destrozados.

A veces le sobreviene un abatimiento «demasiado pavoroso para describirlo en palabras». Lo peor son las noches.