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Sábado, 26 de diciembre de 1914

WILLIAM HENRY DAWKINS LE ESCRIBE A SU MADRE A LOS PIES DE LAS PIRÁMIDES

De expectación a hastío, y de desencanto a expectación otra vez: así han sido los altibajos emocionales de las tropas australianas que viajan en el gran convoy con destino a Europa; o, por lo menos, hacia lo que ellos creían que sería Europa. Cuatro semanas y pico en alta mar han podido con gran parte del entusiasmo inicial, al tiempo que muchos de los jóvenes soldados, que nunca han estado apartados de sus familias tanto tiempo, sienten ya una gran añoranza de sus hogares. (El servicio postal, explicablemente, es irregular y poco fiable). El aburrimiento a bordo aumenta por momentos; el agua se acaba en medio de un calor cada vez más sofocante, y cuando les anuncian que tampoco en Adén bajarán a tierra, el descontento se vuelve general. Tampoco es menor la decepción cuando, unos días más tarde, les comunican que se interrumpe el viaje y que todo el cuerpo, en vez de ir a Europa, desembarcará en Egipto. Muchos, como Dawkins, contaban con pasar las Navidades en Inglaterra.

El principal motivo del cambio de planes fue la entrada en la guerra del Imperio Otomano. Desde un primer momento los aliados temieron que este nuevo enemigo atacara un punto estratégicamente tan importante como el canal de Suez, así que obligando a las tropas australianas y neozelandesas a atracar en Egipto se creaba una considerable fuerza de reserva para ser utilizada en caso de que ocurriera lo peor. Además, los que gobernaban desde Londres planeaban aprovechar la guerra para convertir Egipto[43], nominalmente parte del Imperio Otomano, en un protectorado británico, por lo que esos 28 000 soldados irían muy bien si esa circunstancia provocaba alborotos, quejas y protestas entre los egipcios[44].

El anuncio de que van a desembarcar en Egipto también desilusiona lo suyo a William Henry Dawkins, pero no tarda en recuperarse de su decepción al descubrir las ventajas de lo ocurrido. Su gran campamento se halla literalmente a los pies de las pirámides, está bien organizado, tiene abundante comida y su propio abastecimiento de agua, además de sus propias tiendas, su propio cine y su propio teatro. El clima es de lo más agradable para la estación. A Dawkins le recuerda la primavera del sur de Australia pero con menos viento y lluvia. Además, un tren local va y viene de la frenética ciudad de El Cairo, que solo está a unos quince kilómetros de distancia. El tren suele ir repleto de soldados ávidos de entretenimiento, y con frecuencia se ven pasajeros sentados sobre los techos de los vagones. De noche las calles de la inmensa ciudad están llenas de soldados australianos, neozelandeses, indios y británicos.

Dawkins comparte una gran tienda de campaña con cuatro oficiales de menor grado que él. Cubren el suelo de arena vistosas alfombras, hay camas, sillas y una mesa con mantel. Cada uno tiene guardarropa y estantería propios. Junto a la tienda hay una bañera. En las cálidas noches unas bujías y la zumbante llama de una lámpara de acetileno iluminan la tienda. Este día Dawkins se encuentra ahí sentado escribiéndole a su madre una vez más:

Ayer fue Nochebuena, y nuestros pensamientos estaban en Australia. Algunos de mi grupo se dieron un fabuloso banquete de alrededor de seis platos. Decían que con solo cerrar los ojos ya estaban en casa. Tenemos muchas orquestinas por aquí, y al alba de ayer tocaron villancicos. Madre, ¿quién iba a imaginar que celebraría las Navidades a los pies de las pirámides? Bien mirado, es muy extraño.

Lo que les espera después no lo sabe nadie. Ocupan el tiempo haciendo instrucción y cursillos, cursillos e instrucción. Por el momento Dawkins y sus soldados ingenieros se ejercitan en la excavación de trincheras y galerías subterráneas, tarea nada fácil en la inestable arena del desierto. Dawkins da frecuentes paseos a caballo. Y aunque la larga travesía le ha hecho perder la crin y el pelo, su montura está bien de salud. Dawkins concluye su carta:

Bueno, mamá, aquí termino esperando que hayas pasado unas felices Navidades y que hayas recibido mi telegrama.

Siempre tu hijo afectísimo,

Willie.

Xxxxxxxxxx a las niñas.

El mismo día, el 26 de diciembre, el batallón de Herbert Sulzbach es trasladado a la Champaña. La nieve se derrite pero hace frío. En su diario anota:

Desde Ripont subimos por empinadas pendientes sobre un terreno medio congelado hasta nuestra nueva posición de fuego, en la cual nos instalamos a las 6.00 horas. Y así es nuestro día de San Esteban, nuestro «segundo día de Navidad». Los avantrenes se quedan al fresco en la noche escarchada, nosotros junto a los caballos, pero nos vamos relevando para calentarnos en los refugios del 16.º, a cuyo 2.º Batallón pertenecemos ahora (8.º Cuerpo de Reserva del Ejército). La Navidad de 1914 se acabó.