212.

Un día de verano de 1918

PAOLO MONELLI SOBRE LA VIDA TRAS LAS ALAMBRADAS EN HART

Dos veces se ha fugado; la primera solo unos diez días después de llegar a ese castillo de Salzburgo. Las dos veces le capturaron.

Algunos se han adaptado al cautiverio, firmemente resueltos a esperar allí el final de la guerra. En cambio, a Monelli las mezquindades y la melancólica grisura le consumen. Se siente encerrado en un presente infinito, invariable y horrendo. Monelli tiene 26 años de edad, y se diría que su juventud se está echando a perder. ¿Acaso ya ha ocurrido? Sueña mucho despierto, recuerda mucho, añora mucho, invoca imágenes de la vida en tiempos de paz, de cosas simples y ordinarias, ahora imposibles, increíbles más bien, como pasear por una acera con los zapatos recién bruñidos, como tomar el té con unas amistades femeninas. Piensa mucho en mujeres. El nivel de frustración sexual entre los prisioneros es elevado. La comida mala y frugal. El hambre siempre acecha peligrosamente cercano[272].

Ahora se halla en Hart. Es su tercer campo. Viven en unos alargados barracones, agobiantes e infestados de moscas bajo el tórrido sol estival. Al otro lado de la alambrada vislumbran un idílico cuadro campestre con olor a paja recién recolectada, y en algún lugar más allá del horizonte, tras las montañas de un verde azulado, está Italia. Monelli escribe:

Y hoy es como ayer. Nada cambia. Hoy como ayer, igual que mañana. Diana de madrugada en los lúgubres dormitorios, la inspección nocturna para comprobar que todo está apagado. Encerrados en el paréntesis de una existencia sin sentido en la que has dejado de pensar en el futuro porque no te atreves a explorarlo, una vida que se balancea con monotonía, prendida de algunos recuerdos inmutables y frustrantes.

Pateos y pisadas por los interminables pasillos que unen los barracones, donde la luz entra por unos tragaluces del techo, y en donde a veces se tiene la pesadilla de creer que ya estamos muertos y enterrados, que solo somos cadáveres sin sosiego que han salido de sus tumbas para charlar un rato en el patio con los demás difuntos. El odio que sientes contra los camaradas de quienes los austríacos te obligan a ser amigo íntimo, las emanaciones humanas, la terrible pestilencia de 500 hombres prisioneros, un rebaño famélico y egoísta, cuerpos de 20 años condenados a la ociosidad y el onanismo. Tampoco es que me crea mejor que ellos, aunque de vez en cuando suelte algún grano de sabiduría, y aunque una animada conversación entre amigos sobre pasadas batallas todavía ofrezca luz y consuelo en las humillaciones presentes.

También yo he aprendido a jugar al ajedrez; también yo a veces aprieto el cuerpo contra los alambres cuadriculados de la valla para expresar mi deseo por las mujeres que pasan; también yo contribuyo con mi kilo de arroz a la comida común a regañadientes, como si fuera una aportación obligatoria. Y quién sabe si también yo acabaré rebajándome a pedirle prestado aquel libro pornográfico a mi camarada.