Viernes, 26 de julio de 1918
MICHEL CORDAY OBSERVA A LAS MUJERES DE UNA CALLE VENTOSA DE PARÍS
Corday pasa la mañana en el tren de París. Fiel a sus costumbres escucha las conversaciones de los demás pasajeros del compartimento. Alguien dice: «¡Avanzamos por todas partes!». Un teniente francés enseña el diario del día a un militar americano (una persona a quien no conoce y que seguramente tampoco sabe francés) y señalando los titulares en negrita dice: «¡Formidable!».
Un caballero de civil gorjea de entusiasmo por los éxitos militares recientes. A mediados de mes los alemanes emprendieron una nueva ofensiva, esta vez en el Marne, pero a estas alturas ya ha sido repelida por los duros contraataques aliados. Así que ahora, por lo tanto, el enemigo ha interrumpido sus asaltos y se ha replegado al otro lado del famoso río. El temerario intento de los alemanes de ganar la guerra en un solo y mortífero golpe se ha malogrado. El fracaso resulta evidente para todo el mundo, pero sobre todo para los estrategas de salón vestidos de civil en traje de paseo. El resultado de la arriesgada empresa alemana se ha reducido a una serie de curvaturas en la línea defensiva aliada, impresionantes en los planos pero muy vulnerables en la práctica. Corday escucha al entusiasta caballero explicarle a un capitán bastante incrédulo la nueva e inesperada situación en el frente:
«Se lo digo yo, son ochocientos mil efectivos los que están yendo para allá». El capitán objeta vacilante: «¿Está usted seguro?». El otro responde: «ochocientos mil, se lo juro. Ni uno menos. ¡Y los haremos prisioneros a todos!». El caballero se reclina en el asiento dejando que su dedo siga la operación en el mapa que hay en la primera página del diario: «¡Mire! ¡Así… y aquí… y allí!». El capitán queda convencido y dice: «¡Verdaderamente están derrotados en toda la línea! ¡Debe de ser una sensación detestable! Imagínese usted estar en su pellejo…».
Este mismo día Michel Corday oye hablar de una mujer que a comienzos de la guerra se quedó aislada en Lille, tras las líneas alemanas, pero que más tarde logró reunirse con su marido. En una ocasión el marido la escuchó «alabar a los oficiales alemanes por su caballeroso comportamiento». La asesinó allí mismo con una navaja de afeitar. Ahora le han absuelto.
Más tarde Corday y un amigo suyo caminan por una calle de París. Sopla un viento racheado. El amigo está de un excelente humor ya que esa misma mañana ha recibido noticias de su hijo, que es alférez en el ejército. Y el humor del amigo, al ver que el viento juega con las faldas de las transeúntes, no es que se amargue, precisamente. La guerra lo ha cambiado todo, incluso la moda femenina. Motivos ideológicos pero sobre todo pragmáticos han comportado que durante los últimos años los colores se volvieran más apagados, las telas más sencillas, los cortes más prácticos, más adaptados a una vida de actividad y trabajo. Y la transformación abarca toda la línea, de dentro afuera. La complicada y ornamentada ropa interior de antes de la guerra ha desaparecido, dando paso a modelos más pequeños y simples, diseñados para la actividad; el gusto más bien fanático por las curvas, que era una herencia del siglo XIX y que exigía envarados y paralizantes corsés, ha pasado de moda. Las líneas se han vuelto cada vez más rectas. Y nunca antes han sido las faldas tan cortas; nunca se han hecho de un material tan volátil y ligero. Las señoras que caminan por la calle tienen que esforzarse por mantener a raya sus faldas contra los golpes del viento. Delante de Corday y de su amigo camina una muchacha joven. Una súbita racha de viento le levanta la falda hasta la cintura, y el amigo sonríe con placer.