206.

Lunes, 3 de junio de 1918

RENÉ ARNAUD CAPITANEA UN ATAQUE EN MASLOY

Se despierta con un sobresalto. A su alrededor árboles, a su lado Robin, su teniente. «Nos bombardean». Granadas alemanas de 7,7 cm caen por los cuatro costados. Estampidos breves, agudos. Él y el resto de la compañía abandonan a toda prisa la arboleda donde han pernoctado. Corren hacia unas casas situadas a menos de cien metros de distancia. Por suerte para ellos, muchos de los proyectiles del enemigo caen sin estallar, fenómeno que se está volviendo cada vez más frecuente.

En un sótano encuentra al jefe del batallón que mantiene este sector. En realidad, Arnaud y su compañía tienen la misión de relevar una compañía de otro batallón, de hecho, de otra división distinta. Pero durante la noche se extraviaron, y ahora no saben exactamente qué hacer. Una vez más, son combates defensivos lo que tienen por delante.

A él le da la impresión de que el ejército francés da señales «curiosamente mezcladas de estar a punto de perder el control y de recuperarlo». Las señales de la crisis son varias. Por los caminos es corriente encontrar soldados que «han perdido su regimiento», frase que él, a estas alturas, ha oído hasta la saciedad. Una aguda falta de peones ha conllevado que unidades de caballería hayan tenido que convertirse en infantes de un día para otro; esto es algo que entre los soldados despierta un mal disimulado y malicioso regocijo, ya que los integrantes de estas unidades de caballería[266], hasta el momento, habían podido disfrutar de una plácida vida en la retaguardia, esperando tranquilamente a que se abriese la esperada brecha francesa, tan prometida pero nunca llevada a la práctica. Por otro lado, el clima de conmoción y anonadamiento que reinaba hace una semana está empezando a calmarse. Actualmente el ejército francés se está preparando para un contraataque. El pánico, no obstante, está casi a flor de piel.

Abajo, en el sótano, Arnaud le explica la situación al comandante: que se han extraviado y que por ese motivo pone su compañía a su disposición. El comandante se lo agradece. La conversación se interrumpe cuando un brigada bastante gordo baja corriendo las escaleras del sótano:

—Mi comandante, los alemanes nos atacan con carros de combate.

—¡Mierda! —exclamó el comandante—. Hay que largarse enseguida.

Y con un gesto veloz, en absoluto heroico pero muy natural, agarró su cinturón y su revólver, que estaban tirados en la mesa, hasta que de pronto se acordó de mí:

—Capitán, ya que está usted aquí, ¡organice un contraataque!

—Pero… ¿en qué dirección, mi comandante?

—¡Un contraataque, cargue al frente de sus narices!

—Sí, mi comandante.

En cuestión de minutos la compañía de Arnaud está formando en dos líneas con un intervalo de veinte metros. Luego se ponen en marcha. Durante todo el invierno ha estado instruyendo a sus soldados. No ha sido fácil, ya que muchos de ellos son mayores, medrosos, inexpertos y están faltos de entrenamiento; gente que ha pasado gran parte de la guerra en destinos resguardados muy detrás de las líneas y que tal vez podría haberse quedado allí de no ser por esa urgente falta de efectivos. Arnaud observa avanzar sus hombres en perfecto orden de batalla y se siente satisfecho. Es casi como en el campo de instrucciones.

La compañía se lanza hacia delante, todos se ponen a cubierto, esperan, siguen avanzando, vuelven a tirarse al suelo. A la tercera acometida ve dos hombres en el extremo izquierdo que no se levantan, sino que siguen en el sitio. Eso quiere decir que les están disparando. «¡Cuerpo a tierra, a tierra!». Todos se detienen. Arnaud otea al frente. Se hallan en la cima de una larga vertiente desde la cual se divisa todo el terreno hasta el río. No hay ni rastro del enemigo. Bueno, sí: más lejos, bajo un árbol, distingue la forma cúbica de un carro de combate alemán. Sin embargo, no hace ningún amago de moverse. Arnaud decide que ya es suficiente:

Es probable que un oficial inexperto recién llegado al frente, con la cabeza inflada de las teorías del reglamento, supusiera que su deber era continuar avanzando y de ese modo conseguir que matasen a la mayor parte de sus hombres para nada. Pero en 1918 teníamos ya suficiente experiencia de las realidades del campo de batalla como para detenernos a tiempo. Los americanos, que acababan de salir a la línea de combate de las inmediaciones, en Château-Thierry, por razones obvias, carecían de esa experiencia, y todos sabemos cuán enorme fue la cantidad de bajas que sufrieron durante los pocos meses que estuvieron en servicio activo.

Arnaud entrega el mando a uno de sus alféreces —al teniente Robin le han herido en un brazo— y regresa para dar parte. La orden está cumplida.

Al atardecer llega su relevo y ellos se incorporan a su regimiento.

Más tarde Arnaud se entera de que le espera una nueva misión: lo van a poner al frente del batallón. El comandante que antes estaba al mando ha resultado herido. Un enlace le cuenta: «A ese maldito montón de mierda se le clavó un trocito de metralla en la mano y le ha faltado tiempo para largarse. El muy cabrón, esa herida no habría impedido ni que mi hijo fuera al colegio».