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Lunes, 15 de abril de 1918

FLORENCE FARMBOROUGH LLEGA A VLADIVOSTOK

El tren entra poco a poco en Vladivostok a primera hora de la mañana. A través de la ventana del vagón ve el puerto, donde hay amarrados cuatro grandes buques de guerra. En uno de ellos ondea la bandera británica. El alivio que Florence Farmborough siente al ver la Union Jack es inmenso. Es como si toda la tensión, todas las fatigas y lúgubres preocupaciones de repente se hubiesen disuelto y escurrido tan solo con mirar ese pedazo de tela. Apenas puede contener sus emociones:

¡Alegría! ¡Alivio! ¡Seguridad! ¡Salvación! ¿Quién podrá entender jamás lo que esa maravillosa bandera simbolizaba para nosotros, unos refugiados sucios y cansados tras el largo viaje? ¡Era como si hubiésemos escuchado una voz querida y familiar que nos daba la bienvenida a casa!

Hace 27 días que salieron de Moscú. 27 días de resoplidos y chirriar de ruedas metida en un tren de mercancías junto con gente desconocida, mayoritariamente extranjeros que huyen hacia el este, dentro de un vagón mugriento e incómodo destinado al transporte de prisioneros. Y aunque el frío ha sido riguroso y aunque a intervalos han escaseado la comida y la bebida —un tiempo dispusieron de tan poca agua que a nadie se le permitió lavarse las manos siquiera— ella lo ha pasado mucho peor. Y su documentación extranjera, repleta de sellos y completamente en orden, le ha permitido franquear tanto las suspicacias de los guardias rojos como la prepotencia de algunos ferroviarios.

En cierto modo, la decisión de partir fue inevitable. Se quedó desocupada al tiempo que la situación en Rusia y en Moscú, un territorio sin ley, amenazado por la hambruna y una inminente guerra civil, comenzaba a hacerse insostenible. Con todo, la decisión no fue fácil de tomar, y antes de hacerlo le sobrevino una especie de depresión. Un día una de sus amigas la sorprendió sentada llorando, sin que ella pudiese explicar el porqué, ni siquiera ante sí misma, ya que no habían respuestas simples. Había hojeado las anotaciones de sus diarios y revivido con estremecimientos o asco algunas escenas desagradables preguntándose: «¿Era yo, realmente yo quién vio todo eso? ¿Fui yo, realmente yo quién hizo eso?». Y pensó en todos los muertos que había visto, desde el primero de todos, aquel joven mozo de cuadra que ni siquiera fue una verdadera víctima de guerra, sino que murió en Moscú a causa de un tumor cerebral, preguntándose: «¿Serán recordados? ¿Quién puede acordarse de tantos miles y miles?». Cuando hace 27 días se despidió en Moscú de sus amigos y de su familia de acogida se sentía embotada y fría, las palabras se le antojaron inútiles.

Abandonan el vagón y se van abriendo paso por la ciudad. En sus calles ella observa una políglota mezcolanza de nacionalidades y uniformes. Hay allí chinos, mongoles, tártaros e hindúes, rusos (por supuesto), británicos, rumanos y americanos, franceses, italianos, belgas y japoneses. (Dos de los dos grandes buques de guerra anclados en el muelle son nipones). La intervención extranjera en Rusia se ha iniciado, y lo que comenzó como un intento de mantener a Rusia involucrada en la guerra está a punto de convertirse en un posicionamiento contra los bolcheviques de Moscú. Los mercados y tiendas están bien surtidos; incluso se puede comprar mantequilla. Una vez llegada al consulado la atiende un funcionario amable y servicial que le hace entrega de 20 libras mandadas por su hermano desde Inglaterra. Se espera que pronto salga un transporte de Vladivostok por vía marítima, pero él no sabría decirle exactamente cuándo.

Ella disfruta enormemente de poder volver a saborear el pan blanco y la mermelada de fresa.

El mismo día Harvey Cushing escribe en su diario:

Hace un frío inusual para la época, con un fuerte viento del norte. Algún que otro aeroplano se le enfrenta, pero son pocos. Pasarse el día esperando sin nada que hacer es de lo más terrible. A todos nos afecta, porque sabemos que en otras partes hay equipos de cirujanos que tienen que cargar con una desbordante cantidad de trabajo.