Sábado, 6 de abril de 1918
ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI SACA SU REVÓLVER EN LAVAL
Es probable que en toda la guerra no haya estado tan cerca de pegarle un tiro a alguien, y lo irónico del caso es que los que se dispone a matar son compatriotas. La odisea de Andrei Lobanov-Rostovski ha continuado, un periplo que más que llevarle lejos de la seguridad de su hogar (aunque esa haya sido la consecuencia) había de alejarle de las amenazas de la Revolución.
Resultó que Salónica no era ningún asilo donde refugiarse de las turbulencias de su país. Las sacudidas de la Revolución se propagan hasta las tropas rusas allá donde estén, especialmente después de que los bolcheviques tomaran el poder. ¿Para qué luchar ahora? De modo que Lobanov-Rostovski ha reanudado la huida. Esta vez a Francia, en calidad de jefe de compañía de un batallón compuesto por rusos que quieren seguir combatiendo y visten el uniforme ruso pero que, formalmente, están al servicio de Francia. (Una aplastante mayoría de los soldados rusos acantonados en Salónica se negó a alistarse formando en su lugar comités revolucionarios a la par que ondeaban banderas rojas y cantaban La Internacional, y luego fueron transportados —bajo la estricta vigilancia de la caballería marroquí— a las colonias francesas del Norte de África, donde les esperaban trabajos forzados).
Sin embargo, la Revolución Rusa se nota incluso en Francia. O mejor dicho la Revolución, ya que ése es el clima dominante por toda una Europa que se tambalea, gris, agotada, enflaquecida, desangrada y desilusionada después de casi cuatro años de guerra, cuatro largos años durante los que todas las promesas de una victoria rápida y todas las embriagadoras ansias de renovación se han trocado en su opuesto. Lobanov-Rostovski no lleva mucho tiempo en el gran campamento de Laval donde se hallan concentradas las tropas rusas del frente occidental, pero aun así ya distingue las señales: «El alma del batallón se estaba contagiando».
En realidad no es extraño. Para empezar, Rusia ya no es uno de los países beligerantes: hace casi exactamente un mes se firmaron las durísimas condiciones de paz del tratado de Brest-Litovsk entre los presionados bolcheviques y los victoriosos alemanes[259]. Así, por el momento no existen motivos por los que arriesgar la vida. Cuando el batallón llegó procedente de Salónica el campamento ya estaba desbordado por tropas rusas desmoralizadas y rebeldes, parte del cuerpo de ejército ruso que desde antes estaba estacionado en Francia. No ha sido posible evitar que el encuentro con esas tropas influyera en los recién llegados. Por añadidura, París está cerca, y a las tropas les alcanza fácilmente la agitación promovida por los numerosos grupos de emigrantes radicales de la ciudad.
Las señales de alarma han sido varias. Durante un desfile alguien lanzó un perno pesado contra el general que está al mando de todas las tropas rusas en Francia. Pelotones enteros han iniciado huelgas repentinas. Y al igual que en Salónica, la oficialidad recibe anónimas amenazas de muerte.
Hoy el problema se agudiza. El batallón va a salir para el frente por primera vez. Cuando Lobanov-Rostovski esta mañana llega a la plaza de armas la encuentra desierta. Se entera de que los soldados acaban de llevar a cabo una reunión en la que han decidido negarse a abandonar el campamento. Lobanov-Rostovski, muy inquieto, está al borde de un ataque de nervios. Comprende, sin embargo, «que si no me decidía por algo drástico todo estaría perdido». Aunque no sabe qué hacer, da orden de hacer salir a sus 200 soldados de los barracones. Se demoran un buen rato, pero al final están todos allí.
Lobanov-Rostovski dirige una improvisada arenga a los hombres de su compañía. Les dice que a él, en realidad, no le importa la política, pero que formalmente, ahora pertenecen al ejército francés y que han jurado luchar entre sus filas hasta que termine la guerra. Y que es su deber encargarse de que la compañía llegue al frente. A continuación les pregunta si están dispuestos a iniciar la marcha. La respuesta es proclamada al unísono: «¡No!».
No sabe a qué atenerse, así que espera unos minutos y vuelve a hacer la misma pregunta. La respuesta es un no rotundo. «Entre tanto mi cerebro trabajaba a un ritmo febril, y la escena entera se me antojaba un sueño». Con desesperación, Lobanov-Rostovski cae en la cuenta de que su propia estrategia le ha colocado en una posición sumamente crítica; a la desesperada, más que fruto del cálculo, saca su revólver, un gesto «bastante teatral» como admitirá más tarde. Y acto seguido pronuncia las siguientes palabras: «Ésta es la tercera y última vez que lo pregunto. Aquellos que se nieguen incondicionalmente que den un paso al frente. Pero les advierto que dispararé contra el primero que lo haga».
Se hace un silencio total.
Lobanov-Rostovski se espera lo peor. Si alguien da un paso al frente, ¿está verdaderamente dispuesto a disparar? Sí, no le queda otro remedio, no después de haber pronunciado la amenaza. Sin embargo, el riesgo de que los soldados se le echen encima, todos a una, y le linchen es inminente. No sería la primera vez. En ese caso dirigirá el revólver cargado contra sí mismo. «Los segundos de silencio que siguieron los recuerdo como una especie de alucinación. Los pensamientos giraban en remolinos por mi mente. ¿Cuál sería el siguiente paso?».
Los segundos se alargan. Por cada instante de inactividad, por cada segundo de duda entre los soldados, avanza él un trecho hacia su propia victoria. También los soldados lo van sintiendo así, a medida que el silencio pasa de transmitir rebeldía a sumisión. Alguien exclama desde las filas: «No tenemos nada contra usted personalmente, capitán». Lobanov-Rostovski, todavía con el revólver en la mano, responde haciendo referencia a aún más deberes y principios. Sigue reinando el silencio. Finalmente, se hace un recuento de brazos en alto. La compañía se declara dispuesta a servir en el frente. Sintiendo un alivio infinito, Lobanov-Rostovski les da permiso a los soldados para el resto del día: partirán mañana temprano.
Al marcharse de allí Lobanov-Rostovski se mueve como un borracho; el pavimento da vueltas bajo sus pies. Se cruza con uno de los oficiales colega suyo, que le mira perplejo: «Pero ¿qué te ocurre? Tienes la cara verde y púrpura».