Domingo, 24 de marzo de 1918
A HARVEY CUSHING LE CUESTA DISFRUTAR DE LA PRIMAVERA EN BOULOGNE-SUR-MER
Anoche cayeron bombas. Ahora la mañana es cálida y soleada y Cushing acompaña a un general que quiere examinar los daños causados por el bombardeo nocturno. En efecto, una bomba le ha dado de pleno al almacén del hospital de sangre, y entre los escombros yacen tubos de rayos X, probetas y demás equipo de laboratorio todo hecho añicos y revuelto con sustancias químicas. Sus pisadas crujen mientras van y vienen de un lado a otro. El tejado ha saltado por los aires, pero daños personales no ha habido, por lo menos no en el hospital. Un trecho más allá se ven unas casas humildes derrumbadas por otro impacto de bomba, y por lo visto, ahí sí hay personas atrapadas bajo los detritos.
Luego parten rumbo a un campo de prisioneros de guerra cercano —el n.º 94 P. O. W Camp— que el meticuloso general también desea inspeccionar. Cushing le acompaña lleno de curiosidad. Cuando llegan al sitio los prisioneros alemanes forman alineados fuera de la alambrada, en sendos grupos de 500 hombres. Se les trata bien, viven en barracones rigurosamente pulcros y se les permite recibir paquetes de sus familiares. A algunos de los suboficiales alemanes les han llegado uniformes nuevos, los cuales se ponen los domingos, incluidas sus condecoraciones. También, pese al cautiverio, guardan las formas en lo que respecta al reglamento militar. El sonido de talones que chocan se oye durante toda la visita. Con todo, Cushing no queda demasiado impresionado. Porque aunque salta a la vista que la alimentación de los prisioneros es buena, encuentra que son bajos de estatura, incluso más bajos que los soldados británicos, quienes por lo general, no miden mucho; y también que «se cuentan pocas caras inteligentes entre ellos».
También el general británico guarda rigurosamente las formas. Inspecciona ambos grupos, yendo de hombre en hombre. El general repara en que algunos de los alemanes llevan grandes y muy holgadas chaquetas de pana y acomete a un prisionero que ha osado remendar su pantalón con un parche azul. Después se dedica a fisgonear por todas partes en busca de más cosas que objetar. Entre el montón de basuras encuentra unas peladuras de patata que podrían haberse comido y un hueso con carne que debería haberse echado a un caldo. Una vez pasada la revista los prisioneros desfilan frente al general británico en columnas de a cuatro, con las piernas rectas y levantadas, al estilo clásico prusiano.
Por la tarde Cushing está ya de vuelta en el chalet de la playa donde ahora se alojan. A través de la ventana abierta entra a raudales el cálido aire primaveral. Su vista se extiende por el canal de la Mancha. Ve tres destructores navegando rumbo al sur. Ve algunos «barcos de transporte absurdamente camuflados» amarrados más cerca del muelle. Ve hileras de barcos de pesca aguardando que se levante el viento. La marea está baja. En la playa desecada a los pies de la casa la gente se pasea, disfruta del calor del sol, busca mejillones.
Cushing está desasosegado, inquieto. La gran ofensiva alemana prosigue su avance. Y arremete en primer lugar contra el 5.º Ejército británico, el cual todavía no se ha rehecho de las bajas sufridas durante la tercera batalla de Ypres del pasado otoño. Como de costumbre, los partes son contradictorios, la censura férrea y los rumores muchos. Al parecer, los británicos retroceden. El hospital prácticamente no ha acogido ningún herido; es una mala señal: resulta evidente que el avance de los alemanes es tan rápido que los británicos no alcanzan a evacuar a sus heridos. También se han comenzado a lanzar, desde alguna clase de gigantesco cañón, granadas contra París. Sin embargo, ni Cushing ni los demás han recibido nuevas instrucciones. Lo único que cabe hacer es «tomar el sol, caminar por la playa y esperar. Eso es lo más difícil». Mira por la ventana, baja la vista al paseo marítimo. Ve unos oficiales sentados en un banco que juegan con un niño.