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Martes, 12 de marzo de 1918

RAFAEL DE NOGALES OYE A LO LEJOS EL FRAGOR DE LOS CAÑONES DEL JORDÁN

El cuartel general está alojado en un gran convento franciscano. Hay tensión en el ambiente. ¿Aguantará el frente situado al este del Jordán? A lo lejos se percibe mitigado el estruendo de la barrera de fuego británica. La situación se ha vuelto tan crítica que todos los oficiales y demás personal que no desempeñen funciones consideradas vitales reciben órdenes de recoger sus armas y apuntarse para el combate. Unos camiones se los llevan en dirección hacia donde retumban los cañones.

Probablemente no sea el mejor momento para una visita de cortesía. Sin duda, Rafael de Nogales tiene esa sensación al entrar en el convento y dirigirse al encuentro del comandante de la plaza. Pero ¿cómo podría evitar hacerla? El hombre a quien quiere presentar sus respetos es uno de aquéllos que, más que famoso, se ha convertido en una especie de icono del heroísmo: Otto Liman von Sanders. General prusiano, mariscal de campo otomano, hijo de un judío alemán converso. Antes del estallido de la guerra era inspector general del ejército turco[256]. Tras éste, cuando los aliados desembarcaron en Galípoli, él estuvo en el lugar adecuado en el momento oportuno y, como jefe del Quinto ejército, contribuyó a detener algo que podría haberse desembocado en una rápida catástrofe para las Potencias Centrales pero que, por el contrario, se trocó en una catástrofe con efecto retardado para los aliados. Alguien que conoció al carismático Liman von Sanders lo define como «un militar muy preparado, de energía arrolladora, actividad incansable y tan severo consigo mismo como con los demás». A diferencia de muchos otros militares alemanes enviados a Oriente Medio en calidad de consejeros y comandantes, él no tiene mayores problemas a la hora de colaborar con los generales otomanos[257]. Desde hace un mes Liman von Sanders está destinado en Palestina para poner en práctica su célebre magia una vez más.

Y buena falta que hace. En noviembre del año pasado cayó Gaza y en diciembre Jerusalén; lo primero fue un importante revés militar, lo último, desde el punto de vista del prestigio y de la política, una catástrofe. Ahora el frente discurre desde Jaffa en el oeste al Jordán en el este. Este día de marzo los británicos prosiguen con sus intentos de abrirse camino desde la cabeza de puente situada al norte del mar Muerto.

Durante la tarde aumenta el distante fragor de la batalla. Rafael de Nogales comprende que quizá también él deba acudir al sector amenazado. O como él mismo escribe: «Empecé a prepararme para aportar mi grano de arena».

La expresión «grano de arena» no está exenta de interés. Indica que también de Nogales ha acabado sucumbiendo a la misma sensación que ya lleva desilusionando a millones de personas, o sea, la conciencia de que el individuo, anónimo y reemplazable, es reducido prácticamente a la nada, que es una mera mancha, una gota, una pizca, una partícula, un objeto de infinita insignificancia absorbido por un Algo inconmensurable; y que mientras el individuo se ve obligado a apostarlo absolutamente todo, ese sacrificio no afecta de ninguna manera, ni detectable ni medible, a los acontecimientos. Ése es el motivo por el que son tan importantes los héroes condecorados y los generales famosos: representan la esperanza de lo contrario.

Los días que siguieron a la segunda batalla de Gaza, de Nogales los pasó lejos del frente, primero en Jerusalén, donde estuvo recibiendo tratamiento por una enfermedad del oído, después en Constantinopla, en visita puramente de recreo. Allí, una noche, sentado a una buena mesa, entre personas alegres y bajo magnolias en flor, le atrapó «ese extraño desasosiego que la vie en salon a menudo despierta en aquéllos que llevan un sable y calzado con espuelas doradas. Y sin que supiera por qué, mis pensamientos empezaron a alejarse allende los mares, hacia mi patria lejana».

Justo en el momento en que de Nogales se dispone a ir al frente llega la inesperada noticia: los ingleses han suspendido la ofensiva y se están replegando.

Magia. O, lo más probable, las causas habituales: malentendidos, agotamiento.