Lunes, 18 de febrero de 1918
WILLY COPPENS SOBREVUELA UNA BRUSELAS OCUPADA
Coppens ha hecho todo lo que podía hacerse: ha probado el nuevo motor, ha comprobado que los tanques de combustible estén llenos hasta los topes, ha conseguido un pequeño mapa, ha guardado en el macuto una pistola automática y una caja de fósforos de tormenta (para pegarle fuego al avión en caso de tener que aterrizar tras las líneas enemigas), además de su mejor gorra de uniforme, para ponérsela en caso de ser hecho prisionero, ocasión en que no se puede ir vestido de cualquier manera. Es una hermosa mañana de invierno, con un cielo azul límpido y despejado.
A las 08.35 horas despega en su avión. El objetivo es Bruselas. La ciudad se halla en lo más profundo del territorio ocupado por Alemania, a más de cien kilómetros de distancia.
¿Cuál es el motivo del vuelo? En realidad no hay ninguno. Los generales belgas ya han llegado a esa conclusión, razón por la que han prohibido esa clase de vuelos largos. El término técnico que define lo que Coppens está haciendo es insumisión y el asunto podría muy bien acabar en consejo de guerra. Sin embargo, él está dispuesto a correr no solamente ese riesgo, sino también el evidente peligro que implica adentrarse tanto en territorio enemigo. En parte se trata de simple virtuosismo, estimulado por la tentación de realizar una acción a un tiempo peligrosa y notable. Anoche la idea de este viaje le hacía temblar, literalmente, de emoción. Con todo, este vuelo no es una simple diversión ni un gesto vacío. Mostrar los colores belgas sobre una ciudad que ha estado ocupada durante tres años y medio es también un modo de expresar rebeldía y la voluntad de vencer, algo necesario en un momento en que el hastío, la incertidumbre y la duda son más fuertes que nunca.
¿Porque cómo va a acabar esta guerra? Muy pocos apostarían por una victoria aliada. Incluso los más optimistas calculan fríamente que la guerra va a continuar hasta entrado el año 1919. El ejército francés todavía no se ha recuperado plenamente de los motines del año pasado, ni el británico de la carnicería de Passchendaele, ni el italiano de la catástrofe de Caporetto. Y si bien es verdad que los americanos están de camino, de momento su número es todavía menos que insuficiente. En cuanto a Rusia, bueno, Rusia está sumida en un caos revolucionario y, en la práctica, eliminada. Sea como fuere, corren rumores de que se van a producir masivos traslados de tropas alemanas, de la guerra cada vez más estancada del frente oriental al occidental. ¿Cuándo estallará esa tormenta?
En Bruselas hay, además, otro factor: la familia de Coppens. Claro está que se comunican por correo, a través de Holanda, y sabe por eso que viven, pero no les ha visto desde 1914. Simplemente, quiere volver a su ciudad natal.
Poco después de las nueve atraviesa la línea del frente por Diksmuide, a una altura de 5400 metros. Bajo él divisa dos SPAD franceses que vuelan en sentido contrario. Tiene suerte: los aviadores galos atraen la atención de la defensa antiaérea alemana. Coppens ve las nubes de humo de las granadas detonadas rodeando a los aeroplanos. Así puede, sin molestias y sin ser visto, seguir adelante. Al no ser un navegante experto, su intención es atenerse al procedimiento habitual y volar siguiendo puntos de referencias terrestres bien conocidos y distinguibles. Por eso no vuela directamente hacia Bruselas, sino que se desvía hacia Brujas, cuya multitud de tejados rojos divisa a lo lejos. Desde Brujas sigue luego la vía férrea que, pasando por Gante, llega hasta la capital. Al sobrevolar un punto algo al sur de Gante reprime el impulso de lanzarse sobre un biplaza alemán que, inesperadamente, aparece por su derecha.
Sufre ahora la primera conmoción. Al mirar atrás ya no distingue las propias líneas, y al cabo de un rato tampoco ve Yser, ni siquiera Diksmuide. Está completamente solo. Como el intrépido navegante del poema de Geijer, no tiene más remedio que seguir adelante[251]. La sensación de aislamiento que se abate sobre él es tan fuerte que deja de mirar atrás para fijar la vista en el horizonte pese a que ello, obviamente, aumenta el riesgo de recibir sorpresas desagradables.
Sobre Aalst atisba por primera vez Bruselas. Al inclinarse hacia delante y entornar los ojos distingue la cúpula del gran Palacio de Justicia, cuya colosal linterna despunta entre la multitud de casas de la zona meridional de la ciudad. Contento, aunque aturdido, empieza a cantar, y muy alto. Pero aun así las palabras se ahogan en el ruido del motor.
Coppens sobrevuela un tren que traquetea por el paisaje; una primera señal de vida.
A las 09.52 horas entra en el espacio aéreo de la ciudad.
En la Gare de Midi desciende en picado y avanza en vuelo rasante sobre los tejados. A esa altura y a esa velocidad el vuelo se fragmenta en una serie de relampagueantes impresiones. Ahí, en la Avenue Louise, dos tranvías que se cruzan frente a unas casas pintadas de un color claro. Ahí, en el mercado de la Place Saint Croix, unos vendedores entusiasmados que lanzan un par de verduras al aire. Ahí, los árboles del Parc Solvay y el espejo tornasolado de la represa de agua. Ahí, la casa de sus padres, una casa alta y blanca de tejado rojizo. ¡Su hogar! Coppens vira a la derecha dándole una aguda inclinación al ala. En una ventana vislumbra las siluetas de dos mujeres y saca la instantánea conclusión de que una de ellas tiene que ser su madre. En la parte trasera ve la ventana de su cuarto infantil. A través del brillo de los cristales entrevé las cortinas rojas, y sin saber por qué, le viene a la mente la maqueta de un aeroplano que colgó del techo hace unos ocho años y que, probablemente, todavía cuelgue allí, en el interior de las sombras.
Tras 13 minutos de vuelo, atravesando de un extremo al otro la ciudad, Coppens cambia el curso para salir del laberinto de tejados y callejones, palacios y avenidas de Bruselas. Pone rumbo a Gante y de Gante directamente a Diksmuide y al frente. A lo lejos el mar del Norte cabrillea bajo el sol. Cae en la cuenta de que es muy posible que logre regresar y siente alivio. Lamentablemente, la sensación es fugaz:
Pero cuando pensé en lo que acababa de vivir y en mis padres me invadió una súbita desesperación, y fue como si me encogiera por dentro. Nunca he vuelto a sentir tanto dolor en el alma, era casi imposible de soportar.
A las 10.45 horas Willy Coppens se desliza por la pista de aterrizaje del aeródromo de Les Moëres. Ve los estrechos barracones, los hangares de toldo verde. Para entonces su «sentimiento de depresión había dado paso a uno de triunfo», y al saltar de la carlinga estalla en una risa casi histérica. Luego acaricia la tapa recalentada del motor y se aleja de allí cantando.