Viernes, 11 de diciembre de 1914
KRESTEN ANDRESEN ES TESTIGO DEL SAQUEO DE CUY
Cuando salieron de Flensburgo la ciudad estaba cubierta por una capa de nieve húmeda recién caída. El ritual era el de siempre: unas mujeres de la Cruz Roja le ofrecieron a él y a los otros soldados chocolate, pastas, nueces y cigarros a manos llenas y también metieron flores en las bocas de sus fusiles. Él agradeció las dádivas pero rechazó tajantemente las flores para su arma: «Aún no estoy listo para que me entierren». El viaje en tren duró 96 horas, de las cuales no fueron muchas las que pasó durmiendo; en parte debido al desánimo y la preocupación, en parte por mera curiosidad. Estuvo más que nada sentado mirando por la ventana de su compartimento (se libraron de viajar en vagones de ganado como muchos otros, menos mal) absorbiendo todo lo que veía con la mirada: los campos de batalla en torno a Lieja, en la que prácticamente cada casa aparecía manchada de hollín o rasguñada tras los duros combates de agosto (fue la primera gran batalla del frente occidental); el dramático paisaje y los numerosos túneles del valle del Mosa; las hermosas llanuras de un verde invernal del noroeste de Bélgica; el horizonte deshilachado por los fogonazos y los relámpagos de las explosiones; aldeas y ciudades completamente intactas por la guerra y sumidas en la más profunda quietud, y aldeas y ciudades gravemente marcadas por la guerra y llenas de sus espectros. Al final desembarcaron en Noyon, en el noroeste de Francia, y marcharon hacia el sur con claro de luna, siguiendo un camino por el que piezas de artillería, carros y automóviles habían pasado antes chirriando, todo mientras el fragor de lejanas explosiones iba aumentando de volumen.
El regimiento ocupa ahora posiciones a lo largo de un terraplén en las inmediaciones de la pequeña ciudad de Lassigny, en la Picardía. Para alivio suyo, Andresen ha podido constatar que, descontando una gran cantidad de fuego artillero[38], desagradable pero inefectivo, éste es un sector tranquilo. El servicio exigido no es demasiado duro: cuatro días en las embarradas trincheras, cuatro días de descanso. Todo es hacer guardias y esperar y, de vez en cuando, pasar una noche en vela rondando entre las líneas como escucha. Los franceses están a unos trescientos metros de allí. Los combatientes están separados por simples barreras de alambre espinoso[39], además de por un campo llano en el cual se pudren las gavillas marchitas de la siega de 1914. Aparte de esto no hay nada más que ver. En cambio, sí hay mucho que escuchar: el «chi» y el «chu» de las balas de fusil, el «taterá-taterá» de las metralletas, el «pum-chiu-u-i-u-u-pum» de las granadas[40]. El rancho es excelente. Les dan dos comidas calientes al día.
Algunas cosas son mejores de lo que temía; otras peor de lo que esperaba. La Navidad se acerca, y Andresen siente añoranza de su hogar, añoranza que la acuciante falta de cartas de su familia profundiza y agrava. La pequeña ciudad donde están acantonados entre los servicios en primera línea se halla bajo casi constante fuego de granadas y por ese motivo sus habitantes la han ido abandonando. Hoy les han gritado la noticia de que abandonaban sus hogares los últimos franceses. Apenas habían salido de sus casas aquellos civiles cuando los militares alemanes entraron a saco.
La regla es que se coge lo que se quiere de los edificios abandonados y desiertos. Tanto los campamentos de la retaguardia como los refugios de las trincheras están, por tanto, abigarradamente decorados con el botín de los hogares franceses, hay allí desde estufas de leña y camas mullidas hasta utensilios domésticos y bonitos tresillos[41]. (Los búnkeres suelen estar decorados con irónicas consignas. Una muy popular: «Los alemanes solo tememos a Dios y a nuestra propia artillería»). Cuando quedó claro que los últimos hogares estaban a punto de ser abandonados, se procedió según el orden de rigor: primero se permitió a los oficiales coger lo que quisieran, después a la tropa.
Andresen ha llegado allí junto con una decena de hombres, todos bajo el mando de un sargento mayor. Lassigny ofrece un panorama cada vez más deprimente. Donde antes se podían ver altas casas blancas con persianas en las ventanas ahora solo quedan informes montones ennegrecidos por la lluvia de grava, ladrillos y madera astillada. Por las calles se ven balines de shrapnel y fragmentos de metralla. Lentamente la pequeña ciudad de provincias queda demolida a ras de suelo. La iglesia es solo una carcasa acribillada y hueca. En su interior la antigua campana hace equilibrios sobre unas vigas que se han venido abajo, en cualquier momento se estrellará contra el suelo y se resquebrajará con un último y desafinado tañido. Sobre la fachada de la iglesia pende un gran crucifijo, partido en dos por el impacto de una granada. Andresen se conmueve:
¡Qué cruel y brutal es la guerra! Se pisotean los más altos valores: el cristianismo, la moral, el hogar y la patria. A la vez vivimos en un tiempo en que no se hace más que hablar de la cultura. Te vienen ganas de perder la fe en la cultura y en [otros] valores si éste es todo el respeto que merecen.
Llegan hasta las casas recién abandonadas. El sargento mayor, que en lo civil es maestro, entra primero. Husmea afanosamente cada uno de los armarios y recovecos. Pero ahí no hay mucho que valga la pena. Ya lo han vaciado casi todo. El desorden es indescriptible. Andresen se queda un poco rezagado, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, sintiéndose cada vez más desolado pero sin decir nada.
En el umbral de una tienda recién desvalijada les sorprende una mujer bien vestida aunque sin sombrero, llevando un chaquetón con cuello de piel. Se dirige a los soldados, les pregunta que dónde puede encontrar a su marido. Andresen dicen que no lo sabe y le sostiene la mirada. La de ella es oscura y a Andresen le cuesta distinguir si expresa desesperación o desprecio. Él, por su parte, se avergüenza, se avergüenza y desea con todas sus fuerzas poder «salir corriendo de allí» y esconderse muy lejos.