186.

Lunes, 7 de enero de 1918

FLORENCE FARMBOROUGH LLEGA A MOSCÚ

El tren oscila y traquetea, oscila y traquetea a través de un paisaje blanco de invierno al que ilumina un débil sol matinal. Al cabo de un rato las zonas pobladas se vuelven más densas. Poco después del mediodía entran en la estación de Moscú. El viaje desde Odesa le ha llevado una semana entera; tal es el desorden imperante en Rusia. Y no solo ha sido largo, también ha sido de lo más incómodo. Varias veces ha temido por su seguridad.

El tren iba repleto de soldados de todas clases y en todos los estados emocionales: alegres, agresivos, borrachos, solícitos, desconsiderados, eufóricos, iracundos. En algunas etapas hasta había gente sentada en los techos. En algunas estaciones había quienes subían al tren rompiendo los cristales y trepando por las ventanas. Al igual que Florence Farmborough, los soldados acababan de salir del frente y de la guerra y querían llegar a casa lo antes posible. En realidad, estaba pensando que todos los miembros de su unidad sanitaria, actualmente desmantelada, viajaban juntos. Resultó ser algo imposible porque, entre el gentío y la confusión, no tardaron en perder el contacto unos con otros. Farmborough también perdió su preciado asiento en el momento en que se levantó para ayudar a una mujer embarazada que se puso enferma, así que gran parte del trayecto lo tuvo que hacer de pie, con la frente apoyada contra el frío cristal del pasillo para aliviar su dolor de cabeza. Al cambiar de tren en Kiev y conseguir, por fin, un nuevo asiento, no se atrevió a moverse del sitio en 36 horas por temor a que se lo cogieran, y eso que no tenía nada que comer y muy poco que beber, y pese al tremendo bullicio y los malos olores de todos esos soldados que fumaban, bebían y armaban jaleo. A esas alturas le habían robado ya todo su equipaje.

No han pasado ni dos meses desde que estuvo en Moscú por última vez, y aun así, la ciudad acusa un notable cambio. Por las calles sin iluminación patrullan soldados prepotentes de gatillo fácil ostentando brazales rojos. (Muchos de sus conocidos se visten con harapos a propósito para no llamar la atención de dichas patrullas). De noche con frecuencia se oyen tiroteos, y en donde vive, sus anfitriones duermen vestidos para poder salir corriendo si es preciso. La escasez de alimentos ha empeorado degenerando en hambruna. La ración diaria garantizada consiste en cincuenta gramos de pan o dos patatas; ni siquiera un producto básico como la sal puede comprarse ya. Todavía hay restaurantes abiertos. Pero los precios son astronómicos y la carne suele ser de caballo. El clima reinante es de incertidumbre y terror.

Por su parte, Florence Farmborough se siente abatida y confusa cuando, con su uniforme raído y sucio, se apea del tren:

Volvía como una vagabunda, desprovista de todo lo que una vez amé. Mis días en la Cruz Roja se habían terminado. Mi deambular en tiempos de guerra había tocado a su fin. En mi corazón y mi mente se abría un vacío profundamente doloroso. Mi vida parecía haber desembocado en un callejón sin salida. Resultaba imposible predecir lo que el futuro llevaba en su seno. En general, todo parecía demasiado lúgubre y vacuo.