Un día de comienzos de enero de 1918
PÁL KELEMEN SIGUE UN COMBATE AÉREO SOBRE CASTELLERIO
Un transparente y soleado día de invierno. Aunque los frentes estén en calma, como es el caso aquí en Italia, la guerra aérea sigue arrasando. Un gran bombardero italiano, el pesado Caproni, zumba en lo alto de la bóveda azul claro. La defensa antiaérea austrohúngara dispara sobre él un fuego intenso. Racimos de nubecillas blancas se propagan por el cielo, pero es en vano[245]. El humo de las detonaciones se disipa lentamente con la brisa. Aparece un monoplano austríaco en vuelo solitario y comienza la persecución del parsimonioso bombardero multimotor. Pál Kelemen anota en su diario:
Nuestro aviador se va acercando al biplano, que maniobra con torpeza, y la tos constante de sus ametralladoras se percibe claramente desde el suelo. De repente, el avión italiano vira hacia abajo. Nuestro avión le sobrevuela un breve instante y después se dirige rumbo al norte, mientras el Caproni cae en barrena, con el motor parado y las alas oscilando, hasta estrellarse contra el suelo.
Cuando finalmente llego al lugar del siniestro, el cuerpo de un capitán de aviación italiano, muerto por la bala de una ametralladora, yace ya sobre la hierba junto a su avión. Una de las alas de esa gigantesca ave bélica, retorcida y rota, se ha clavado en la tierra, y el combustible gotea del motor perforado.
El oficial italiano viste un mono de cuero, y solo el modo en que la gorra se ha incrustado en su rostro recién afeitado estorba su impecable elegancia. En su muñeca suena el tictac de un reloj de plata, completamente intacto, y su cuerpo entero reposa tumbado con tanta calma que podría decirse que solo está dormido.
Registramos sus bolsillos; alguien me da una billetera de gran tamaño. Aparte de cartas, billetes y hojas de papel, hay allí una tarjeta doblada de tapas duras y negras: «Pase de temporada para el circo de Verona».
Aquí, en este campo desolado lleno de cráteres, el circo es meramente un nombre impreso en un pedazo de cartón. Las resplandecientes candilejas situadas bajo los palcos, la rasgada alfombra de serrín, los chasquidos del látigo del director del circo, la princesa montada con su vestido de tul y sus bisuterías deslumbrantes, en fin, todas las incontables diversiones de la juventud, todas, este joven ser las ha dejado atrás para siempre. Esta noche, los otros oficiales de siluetas esbeltas y costumbres disolutas esperarán inútilmente en el palco. Pero la orquesta del circo volverá a redoblar sus tambores, y el payaso, con su rostro blanco de harina y el buen humor de su profesión, realizará saltos mortales sobre un retal de terciopelo desplegado sobre la arena. Y las señoras coquetearán a distancia, como si él estuviera allí, como si él, al igual que ayer, solo fuera a llegar un poco tarde.
Me gustaría volver a meter la tarjeta bajo su camisa manchada de sangre porque si, al igual que en tiempos paganos, cuando a un héroe todo aquello que le fue útil en vida le acompañaba a la tumba, esa pertenencia suya fuese borrada de la faz de la tierra, quedaría, al menos, consagrado a su memoria un vacío en el circo de Verona.
El mismo día Willy Coppens escribe en su diario:
Durante una patrulla por la zona sur de nuestro sector, en dirección a Ypres, entro en una ventisca y me desoriento por completo. Las brújulas de nuestros aviones son malas, y están situadas en el suelo, donde no son de mucha utilidad; primero noto que estoy frente a la montaña Kemmel y después en Dunkerque, desde donde me resulta fácil encontrar el camino de vuelta a mi unidad.