Lunes, 31 de diciembre de 1917, Nochevieja
ALFRED POLLARD LES GASTA UNA BROMA A UNOS AMERICANOS EN LE TOQUET
Tal vez sea cierto infantilismo por su parte lo que sale a la luz, o quizás la creciente irritación que siente por los americanos. Seguramente se trata de ambas cosas.
Es noche avanzada, y Pollard entra de puntillas en el alargado barracón donde están acantonados los oficiales americanos. Con él van tres camaradas. No hay luces encendidas. El claro de luna se filtra por los ventanales. Lo único que se percibe es el sonido de hombres durmiendo profundamente, bien envueltos en sus sacos y mantas.
Los americanos, sí. Pollard, como la inmensa mayoría, sabe que realmente hacen falta. El ejército francés todavía no se ha recuperado de la enorme cantidad de bajas del último año, ni de los amotinamientos de la primavera; el británico aún se resiente de su larga y fallida ofensiva en los alrededores de Ypres; el italiano sigue vacilando debilitado tras el repentino colapso de finales de otoño en Caporetto. Y en cuanto al frente oriental, todos los indicios apuntan a que Rusia está en vías de salir de la guerra. Los bolcheviques han tomado el poder en Petrogrado, han propagado consignas de paz y han firmado un armisticio con los alemanes, armisticio que tiene poco más de catorce días de vida. Todas las divisiones alemanas que hasta ahora estaban ocupadas en el este serán trasladadas, sin duda alguna, al oeste. Así pues, los americanos son necesarios, o lo que es lo mismo: sus soldados, su dinero, su industria.
Lástima que estén tan, tan… seguros de sí mismos.
Pollard había creído que los americanos aceptarían de buen grado sus consejos, que se alegrarían de poder compartir las experiencias por las que el ejército británico ha tenido que pagar tan caro. Pero de eso nada. Muchos de los oficiales americanos que conoce son o bien de una ingenuidad asombrosa o bien de una arrogancia sorprendente, y consideran que no tienen nada que aprender de sus aliados. Por algo también ellos están en guerra desde hace más de un año. (Bueno, al menos, una especie de guerra, porque, ¿qué otra cosa se puede llamar a las reiteradas escaramuzas que han venido librando con los bandidos mexicanos?)[243] Los recién llegados son muy diestros en hacer la instrucción en el patio del cuartel y sus reclutas irradian entusiasmo, tienen una buena constitución y están bien alimentados, eso Pollard no puede negarlo. Pero a los americanos, por su parte, los métodos de ataque británicos, a estas alturas complicados, ingeniosos y que, de hecho, obtienen cada vez mejores resultados —con todo lo que implican de exacta coordinación entre las distintas armas, la barrera de fuego rodante y las subdivisiones móviles y bien armadas— les parecen innecesarios, artificiosos y exagerados.
Hay veces en que al oír hablar a los americanos los británicos tienen la impresión de que los primeros salen al campo de batalla como si el almanaque todavía mostrara la página de agosto de 1914, es decir, yendo a la carga en líneas compactas y con las bayonetas caladas. Pollard suele sacudir la cabeza cuando lo piensa. Ya les enseñará el tiempo a los americanos, y su aprendizaje lo pagarán con moneda de sangre.
Pero eso no es todo. Al Pollard parrandero le fastidia la ley seca que rige en el ejército americano y la hipocresía que conlleva: a solas no hay prácticamente ningún oficial americano que no saque una botella del fondo de algún baúl donde la tenía escondida. Incluso esta noche —¡por el amor de Dios, pero si es Nochevieja!— los diecinueve americanos del cursillo se han excusado de tomar parte en fiesta alguna. ¡Todos se han ido a la cama a las diez! A Pollard esos americanos tan tranquilos del curso, más que verdaderos soldados, le parecen empleados de banca.
Estos días Pollard se halla en Le Toquet, donde él y otros oficiales de distintas nacionalidades aprenden a manejar la ametralladora ligera modelo Lewis. Ha pasado un verano tranquilo, y el otoño también lo ha sido. Distintos destinos en la retaguardia se han venido sucediendo; entre otros su batallón ha vigilado el cuartel general del Cuerpo Expedicionario en Montreuil, y en septiembre contribuyó a aplastar la única revuelta que ha dado a luz este año de revueltas entre las fuerzas británicas[244]. Pollard, sin embargo, se siente escindido. Por un lado, la falta de actividad bélica le consume, le desasosiega y le aburre. Por otro, se ha dado cuenta de que es cierto eso que otros le habían dicho con anterioridad pero que él siempre había rechazado como una falacia, a saber, que «los que tienen una chica que les espera en casa son menos propensos a correr riesgos que los que carecen por completo de dichos vínculos». En verdad, todos esos destinos en la retaguardia no le parecen mal. Con tal de no perderse el final de la guerra, le basta.
Los cuatro ingleses se acercan de puntillas a las primeras camas, van dos hombres por cama.
Entonces, a la de tres, levantan las camas y vuelcan al suelo las crisálidas con sus durmientes contenidos, acto seguido corren hasta las próximas dos camas, las vuelcan, y luego las dos siguientes, y así sucesivamente. Gritos con sordina y sonoras protestas reverberan por las paredes. Algunos de los aturdidos americanos golpean salvajemente a su alrededor, pero solo consiguen alcanzar a sus compañeros de infortunio, quienes, por supuesto, devuelven los golpes. Se libran confusas peleas en la oscuridad. Antes de que alguien tenga tiempo de darle al interruptor de la luz, Pollard y sus compinches, encantados y sin ser vistos, ya se han largado del barracón para perderse en la noche.
El año 1918 acaba de empezar.