Jueves, 20 de diciembre de 1917
PÁL KELEMEN QUEDA IMPRESIONADO POR UN BATALLÓN DE BOSNIOS EN PADERNO
La gran batalla de Caporetto ha concluido. El invierno está aquí, y las implacables divisiones alemanas se han marchado para implementar sus tácticas de infiltración[242] contra otras víctimas. Al tiempo han llegado refuerzos franceses y británicos para arropar a los vacilantes italianos. El frente se ha estancado a lo largo del río Piave.
Este día Pál Kelemen se cruza con un batallón de bosnios musulmanes. Al igual que las tropas coloniales musulmanas al servicio de Francia, han alcanzado el estatus de tropas de élite, y con frecuencia entran en acción en situaciones particularmente difíciles. El refinado y urbano Kelemen se siente perplejo ante estos seres extraños en más de un sentido. Su inexplicable ardor bélico le asusta. ¿Qué esperan ganar con esta guerra? Bosnia fue anexionada por Austria-Hungría en fecha tan reciente como 1908. Kelemen piensa que parte de los soldados bosnios mayores que ahora ve, por aquel entonces debieron de «resistirse contra el poder de cuyos tenaces y leales servidores se han vuelto». Pero aun así no puede evitar que le impresionen:
Guerreros altos, flacos, fuertes que recuerdan a una rara clase de cedro que está en vías de extinción. Van un poco encorvados, como si les avergonzara haber crecido tanto y ser tan imperturbables. Al caminar encogen la cabeza entre los hombros, y sus ojos pequeños y muy hundidos lanzan penetrantes miradas que relampaguean a diestro y siniestro. Al sentarse cruzan las piernas, se echan el fez hacia atrás y fuman sus largas pipas de madera con tanta calma que uno diría que han regresado a su país de cuento lleno de esbeltos y maravillosos minaretes. Casi todos son hombres maduros. Unas barbas puntiagudas enmarcan sus rostros bronceados por el sol. Ahora hacen un alto para comer. Las inmundas latas de conserva con el rancho desentonan entre sus dedos arqueados y huesudos. Mastican la extraña comida con mucho cuidado y, claramente, sin mayor placer.
Este mismo día llega Paolo Monelli a su destino final, un antiguo castillo en Salzburgo reconvertido en campo de prisioneros. Durante casi dos semanas ha marchado apretujado entre las hileras de una columna de prisioneros exhaustos y desmoralizados, de cuyos uniformes rotos se han arrancado las medallas y los distintivos de rango. A veces se han peleado por comida, a veces se han producido altercados porque algunos soldados, aprovechando que el cautiverio ha disuelto la antes tan estricta disciplina, se han metido con sus oficiales. Muchos se alegran de que para ellos la guerra haya terminado y no dudan en demostrarlo. Pero Monelli también ha visto que el adversario, en medio de su triunfo, tiene graves problemas: de entre los soldados austrohúngaros que, apostados en la cuneta, con tanta satisfacción han estado observando la columna de prisioneros, muchos estaban flacos y desnutridos. (El enemigo debe, además, de estar desesperadamente falto de efectivos, porque él ha visto varios jorobados en sus filas y hasta un enano). Si bien hoy es el día en que él y los demás empiezan su vida en el campo de prisioneros, Monelli ya ha comprendido que, en el futuro más próximo, su existencia oscilará constantemente entre dos estados: el hambre y el hastío. En su diario escribe:
El 20 de diciembre llegamos a la fortaleza de Salzburgo: un lúgubre cuartel de murallas escarpadas y gruesas situado en lo alto de una cumbre inexpugnable, sin sol, tiritando de frío en las salas vacías. En este invierno nórdico, envueltos de niebla y nieve, pensar en la tradicional celebración navideña resulta una tortura. Al compás de este tedio, que el hambre vuelve más amargo aún, no hay nada dulce que llame a las puertas de un alma encerrada ya en su propio odio.