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Viernes, 7 de diciembre de 1917

WILLY COPPENS SE DIVIERTE EN DE PANNE

Acaban de almorzar y ya han tomado asiento en los automóviles, están listos para partir; en esas llega la llamada telefónica. Un avión alemán está atacando, en ese mismo instante, algunas de las trincheras de la primera línea. ¿Podrían enviar un par de cazas para ahuyentarlo? El piloto alemán ha desafiado el mal tiempo que durante dos días ha mantenido en tierra firme al escuadrón en pleno y que ahora les había inducido a interrumpir la tediosa espera en los barracones del aeródromo para ir a divertirse a De Panne.

Resulta que en el teatro del hospital de dicha localidad actúan Libeau y su famosa troupe de artistas. La compañía va de gira por el frente con sus representaciones de música y teatro, y suele convocar un público de mil personas o más, en su mayoría militares franceses o belgas, muchos de ellos convalecientes, todos ávidos de diversión o de un cambio de aires. Dos de los hombres bajan de los coches, van corriendo a cambiarse. Los demás prosiguen hacia el teatro del hospital de De Panne, recorriendo la carretera, a estas alturas ya tan familiar, bordeada de abedules. Pero tienen tiempo de ver elevarse el primer aeroplano hacia el firmamento gris. Es Verhoustraeten; Coppens le reconoce por el modo tan especial que tiene de probar sus ametralladoras. Ahora suena casi como un saludo. Tal vez lo sea.

A última hora de la tarde, en medio de una pausa en sus diversiones, les alcanza un conciso mensaje telefónico: Verhoustraeten ha muerto alcanzado por la bala de una ametralladora disparada desde tierra. El avión se ha estrellado contra las propias líneas. Se produce un breve silencio entre los jóvenes uniformados, pero después la charla continúa «como si nada». La muerte es tan corriente, tan inminente y próxima que, simplemente, no pueden malgastar tiempo en ella. Al menos no si quieren continuar con lo que hacen[241].

La capacidad de negación tiene, no obstante, sus límites:

Pero más tarde, después de abandonar la cantina de oficiales con un alegre «¡Buenas noches, caballeros!», pasé por delante del cuarto de Verhoustraeten, contiguo al mío y ahora sumido en la oscuridad. Allí, en el umbral de la habitación a oscuras, me quedé parado, conmocionado, porque de repente, me di cuenta cabal del drama de su desaparición. Hasta ese momento no había comprendido la magnitud de la tragedia. Empecé a preguntarme si ese sacrificio realmente había sido necesario, y la duda se abatió sobre mí.