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Martes, 4 de diciembre de 1917

ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI ESPERA EN LA CIMA
DE UNA DE LAS MONTAÑAS DEL PASO DE
PISODERI

El comienzo es bastante bueno. Al alba salen del campamento situado a los pies de la montaña e inician el largo ascenso. Si bien es estrecho, el camino, serpenteando en abruptos meandros hacia el paso, está bien construido. También el tiempo es benigno, y las vistas magníficas. Se mire a donde se mire, despuntan las altas y dramáticas cimas de los montes albaneses. Transcurridos unos diez kilómetros de marcha, sin embargo, empiezan las dificultades.

Andrei Lobanov-Rostovski se halla en los Balcanes, muy lejos de su país y de su casa. Se encuentra allí en calidad de voluntario en una compañía de refuerzo enviada para apoyar al contingente ruso en Salónica. Su decisión de alistarse voluntario no se debe en absoluto a su sed de aventuras, todo lo contrario. Forma parte de un plan meticulosamente elaborado con la finalidad de poder salir de Rusia, donde una revolución política está a punto de convertirse en una ídem social. «Nos espera mucho derramamiento de sangre y tal vez incluso el terror».

Como es habitual en él, ha intentado comprender la situación leyendo. Durante los últimos seis meses ha leído de corrido obras históricas, libros sobre distintas revoluciones (sobre la francesa, claro, pero también sobre la de 1848), sobre la pugna por el poder entre Marius y Sulla en la antigua Roma y otros textos por el estilo. Mientras él leía con un lápiz en la mano, tomando notas, cavilando, a su alrededor Rusia se desmoronaba en pedazos. Y cree haber encontrado un paralelo evidente en las distintas fases de la Revolución Francesa. ¿Qué habría hecho una persona sensata en la Francia de esa época? Pues él o ella habría abandonado el país mucho antes de que se iniciara el imperio del terror y no habría vuelto hasta después de la caída de Robespierre. De ese modo, la persona en cuestión se habría saltado la fase destructiva de la Revolución para reaparecer cuando las cosas empezaran a normalizarse. Eso mismo es lo que espera conseguir él. Ése es el motivo por el que se ha alistado voluntario a este frente. El uniforme es su asilo.

Salónica, sin embargo, ha resultado ser una sorpresa desagradable. Por un lado la visión de la ciudad calcinada: «Nunca había visto destrucción a tamaña escala». Kilómetros y kilómetros de casas quemadas. Los civiles —griegos, turcos, judíos, albaneses— viven «miserablemente en tiendas o chozas de madera entre las ruinas de sus casas arrasadas por las llamas». Por otro, el clima reinante entre las unidades aliadas: no tardó en tener claro que la moral estaba por los suelos y que «todos odiaban aquel frente». Combates hay pocos, pero las enfermedades, en cambio, principalmente la malaria, se llevan millares de vidas. En los buenos restaurantes, junto con el salero y el pimentero, te ponen automáticamente un cuenco con pastillas de quinina. Con frecuencia, soldados de permiso organizan disturbios, y en las cantinas de los oficiales se producen continuas peleas entre los mandos de los distintos ejércitos. Sobre todo esto último ha sido muy chocante para Lobanov-Rostovski; nunca antes había visto algo parecido. Por regla general siempre son las mismas nacionalidades que hacen piña unos contra otros: británicos, serbios y rusos se enfrentan a franceses, italianos y griegos. En algún remoto lugar de las montañas un coronel francés medio chiflado ha instaurado una pequeña república independiente y ha acuñado su propia moneda y sus propios sellos.

Tampoco sus cálculos están demostrando ser exactos, puesto que las sacudidas de la revolución llegan hasta los Balcanes. Desde que les alcanzó la noticia de que los bolcheviques se han hecho con el poder y ayer empezaron a negociar un armisticio con los alemanes en Brest-Litovsk, la agitación en el batallón ha ido creciendo por momentos. Soldados y suboficiales gruñen, refunfuñan, contradicen, se muestran reticentes a obedecer órdenes o llegan tarde a la formación. Los centinelas duermen en sus puestos de vigilancia. Los oficiales dudan en entregar municiones a sus tropas. Y el mismo Lobanov-Rostovski se ha visto expuesto a disparos. Por ese motivo lo han trasladado y destinado como jefe de una compañía de señalización.

Dicha compañía es la que ahora él está conduciendo por las montañas hasta la división rusa situada en el elevado lago Presba. Y el único camino hasta allí discurre por el paso de Pisoderi, a 1800 metros de altura. Como decíamos, el comienzo fue fácil, pero a más altura queda nieve, y el angosto y serpenteante camino está cubierto de hielo. Lobanov-Rostovski oye gritos detrás de él, y al volverse ve que uno de los tiros se desliza por el borde y se despeña. Cuando alcanzan el carro siniestrado uno de los caballos ya está muerto; al otro tiene que matarlo. Al cabo de un rato la pendiente es tan escarpada que los extenuados caballos no consiguen aferrarse a la calzada, de modo que los soldados se ven obligados a empujar los carruajes, metro a metro, hasta el paso. Las 70 mulas que cargan ellas solas con el equipo telegráfico se las apañan mejor. Pero no están entrenadas para dicha tarea y dos de ellas caen al abismo. Pasan las horas, y la compañía es una estirada, hirsuta cadena de hombres, carros y tiros que se arrastran montaña arriba con la máxima parsimonia.

Por la tarde empieza a nevar. Todavía no han cruzado el paso. Lobanov-Rostovski, sobre su montura, patrulla de arriba abajo la columna cada vez más distendida. Hacia las seis alcanzan la cima. Empieza a oscurecer. En un campo cubierto de nieve situado junto al camino distingue a un soldado que intenta hacer caminar a una mula. Pese a sus esfuerzos el recalcitrante animal no se mueve del sitio. Lobanov-Rostovski le dice que él se quedará junto a la mula si el soldado, entre tanto, se encarga de ir a buscar ayuda.

Lobanov-Rostovski espera y espera, pero nadie acude. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que no piensan molestarse en ir a por él? ¿O acaso es que, con tanta nieve y oscuridad, no le encuentran? No sabe a qué atenerse. Ha sido un año de desilusiones y reveses para Lobanov-Rostovski, pero ahora siente que está tocando fondo:

Pocas veces durante toda la guerra me he sentido tan miserable. Soplaba un viento cortante. Bajó la niebla e hizo imposible ver las cumbres de alrededor. Oscurecía por momentos, y ahí estaba yo, solo en la cima de una montaña, aguantando una mula.

Al final oye voces en la oscuridad y llama. Se trata de unos rezagados con carro y caballos de tiro. Le ayudan con la mula. Hacia las dos de la noche cruza el paso el último carro.