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Jueves, 15 de noviembre de 1917

PAOLO MONELLI TOMA PARTE EN LA DEFENSA DEL MONTE TONDARECAR

Nieve mojada y lodo. Arriba en la cresta de la montaña los soldados ingenieros han tendido alambradas. Será aquí donde detengan al enemigo. No es la primera vez que escuchan esas palabras, al contrario. Durante el último mes se lo han venido repitiendo sin parar, aun así la retirada de las tropas italianas continúa, desplazándose a marchas forzadas de una cima a otra o de un río a otro: del Isonzo al Tagliamento, del Tagliamento al Piave. En el norte, en la meseta del Asiago, la línea todavía aguanta, aunque también allí están retrocediendo despacio. Si alguno de los frentes cede, automáticamente el otro se verá en grandes apuros, por no decir en una situación desesperada.

La posición que deben defender en lo alto del monte Tondarecar es cualquier cosa menos ideal. Los campos de tiro son pésimos, y la línea que Monelli y su compañía deben defender, desmesuradamente larga. Los hombres de que dispone son de unos ocho cada cien metros. Por su parte, Monelli, tras la conmoción que han supuesto las retiradas y la amenaza de una derrota italiana —y no únicamente en lo que respecta a la batalla sino a toda la guerra—, se halla sereno y lleno de determinación. Se ha hecho el propósito de luchar a brazo partido, por nefastos que sean la posición y el pronóstico. La última entrada que anotó en su diario es de hace dos días. Ahí hablaba de lo triste que era que aquellas montañas hubieran sido tomadas por el enemigo. «Sin embargo —finalizaba—, cuando se enfrenten a nuestro dolor y a nuestro odio no pasarán».

Después se inicia el ataque que han estado esperando.

Tropas de asalto enemigas se lanzan a la carga. Gritos y voces. Monelli vislumbra un hervidero de uniformes grises moviéndose con rapidez. Atacan en grupos compactos, inusitadamente compactos para ser el año 1917. Los asaltantes son sus equivalentes en el ejército enemigo: Alpenjäger (cazadores de montaña) austríacos. Gritos, voces y estampidos. Las armas rompen fuego. Las ametralladoras tabletean. Las balas pasan silbando. Monelli ve a algunos de sus soldados: De Fanti, Romanin, Tromboni, De Riva. Barbudos, cansados, pero, a todas luces, tan firmemente decididos como él a ofrecer resistencia. Sus semblantes transmiten una extraña calma. Gritos, voces y estampidos. La oleada gris se ralentiza, se detiene, recula. Uno de los otros oficiales, ebrio de triunfalismo, salta por el borde del parapeto y grita improperios contra el enemigo en retirada. Los fugitivos se hunden en sus propias trincheras. Tras ellos queda un irregular pastiche de figuras tumbadas que ya no se mueven. Voces. En la delgada valla de alambrada cuelgan con pesadez algunos cuerpos. Así de cerca llegaron.

Esto se repite dos veces. Después se produce una calma relativa. Un comandante de artillería echa un cauteloso vistazo por el borde del parapeto y constata con expresión de asombro que la línea defensiva, por lo visto, aguanta. Dice algunas palabras de elogio y luego se marcha.

Terminada la batalla Monelli saca su diario. Bajo la fecha de este día escribe tres palabras: Non è passato. (No han pasado). Nada más[240].