Miércoles, 14 de noviembre de 1917
HARVEY CUSHING VA EN TREN DE PARÍS A BOULOGNE-SUR-MER
Cada vez es más fastidioso ir en tren. Si uno quiere estar seguro de conseguir una plaza debe personarse en la estación con una hora de antelación. A bordo reina la ley del más fuerte, al menos, en lo que a asientos se refiere. Harvey Cushing ha hecho uno de sus numerosos viajes a París, donde participa en comités que se dedican a mejorar la atención sanitaria militar y a difundir conocimientos sobre nuevos métodos de tratamiento. Así, todavía vive la faceta pragmática y profesional de su personalidad que un día lejano le incitó a venir a Francia. Pero a duras penas.
Son otras las cosas que este día, mientras se mece en el vaivén del tren que le llevará de vuelta a Boulogne-sur-Mer y al hospital en el que desde hace muy poco está trabajando, ocupan la mente de Cushing. El reloj acaba de marcar las diez de la mañana.
La diversidad de los pasajeros que han coincidido en el compartimento de Cushing permite entrever lo compleja y vasta que se ha hecho esta guerra. Hay allí una pareja de franceses maduros, ella envuelta en su mantilla de viaje y él embebido en su diario. Hay allí algunos militares rusos, uno de los cuales ostenta unas colosales patillas blancas. Hay allí unos soldados belgas, fácilmente reconocibles por los pompones que cuelgan de sus gorras y que a Cushing le parecen «ridículos». Hay allí un oficial portugués, que está de pie en el pasillo con cara agria (Cushing sospecha que es a ese hombre a quien él le ha cogido el asiento). Hay allí un piloto vestido de uniforme azul marino, leyendo la atrevida publicación La Vie Parisienne, famosa por sus dibujos de mujeres ligeras de ropa —que a menudo son arrancados de la revista para reaparecer clavados en las paredes de trincheras y cuarteles—, amén de por sus ingentes cantidades de anuncios de contactos de mujeres que buscan un (nuevo) marido y, sobre todo, de soldados que solicitan «una madrina», expresión que la mayoría sabe que es utilizada, o teme que lo sea, como tapadera de relaciones sexuales esporádicas; los militares americanos han recibido advertencias, provenientes de las más altas esferas, donde se les exhorta a abstenerse de comprar dicha escandalosa publicación francesa[239].
Cushing ya ha empezado a reprimir el recuerdo de las cruentas y prolongadas batallas de los alrededores de Ypres, las cuales no concluyeron hasta hace poco más de una semana, cuando tropas canadienses finalmente tomaron el montón de grava al que quedó reducida la aldea que le ha dado su nombre a la batalla: Passchendaele. Es evidente que el Estado Mayor británico permitió que se sucedieran los insensatos ataques únicamente por razones de prestigio, y que la campaña no se interrumpió hasta que fue posible declarar que se había alcanzado el «objetivo».
El objetivo, sí. Cushing está hoy sombrío y pesimista. «Hay veces en que uno se pregunta de qué va todo esto —escribe en su diario— y por qué estamos aquí, en realidad». Fundamentalmente, su lúgubre estado de ánimo es una reacción a las inquietantes noticias que llegan de Rusia e Italia. Los bolcheviques, con su eslogan «¡Paz ya!», se han apoderado del poder en el este, mientras que el pequeño y vapuleado ejército italiano se ha ido retirando de un río a otro. ¿Acaso podrán mantener la nueva línea defensiva del Piave? (La razón por la cual la compañía de Cushing ha tenido que hacerse cargo del hospital de Boulogne-sur-Mer sin previo aviso es que la fuerza británica que hasta entonces estaba a su mando había recibido órdenes de dirigirse a Italia con la mayor presteza posible). Personalmente, él es de la opinión de que la Entente no ha estado en tan graves apuros desde la batalla del Marne en 1914.
Como siempre, este estado de crisis da pie a reproches. Cushing mira con mal ojo a los belgas y a los rusos del compartimento. Seguro que aquéllos, escribe, llevan esos pompones de majadero «siguiendo el mismo principio que se aplica al sacudir un puñado de paja ante el hocico de una mula tozuda». Y en cuanto a los rusos, que comen mucho pero que no hacen nada, «la tropa se niega a luchar y, lo que es peor, se niega a trabajar». Entre los miembros de la Entente no hay cohesión; los reveses se han venido sucediendo uno tras otro. Y entre tanto, «los alemanes planean abrir una brecha en el frente occidental para la primavera». Desde luego, Cushing no se siente nada optimista, además, tiene la sensación —al igual que decenas de millones de otras personas— de que el control de su vida ha pasado a depender de fuerzas muy remotas, fuerzas que ya nadie maneja. «Un nuevo giro del caleidoscopio puede cambiar nuestros destinos en cualquier instante».
El piloto ha guardado La Vie Parisienne. En su lugar se ha puesto a leer una novela titulada Ma Petite Femme. El tren oscila y traquetea.