Jueves, 1 de noviembre de 1917
PÁL KELEMEN VE UN BATALLÓN DE INFANTERÍA REGRESAR DE LA PRIMERA LÍNEA EN EL ISONZO
De un cielo gris cae una lluvia silenciosa y pertinaz sobre una montaña también gris. Es la última hora de la tarde y un batallón de infantería austrohúngaro se está replegando tras un nuevo periodo en primera línea. Pál Kelemen está allí, viéndoles descender con paso vacilante por el sendero que les alejará de la meseta donde estaban atrincherados.
De hecho, la finalidad de la ofensiva de Caporetto[236] era únicamente otorgar un respiro a las muy presionadas unidades austrohúngaras en el frente del Isonzo en vistas a la amenaza de una nueva gran ofensiva italiana. Pero algo —la niebla, el gas, la sorpresa, las estúpidas disposiciones italianas, las experimentadas unidades alemanas adiestradas en una nueva táctica móvil—[237] hizo que la brecha abierta fuera mucho mayor y más profunda de lo que nadie había osado esperar. Luego una cosa llevó a la otra. Bajo la amenaza de ser envuelto por los flancos, la totalidad del ejército italiano en el frente del Isonzo ha iniciado una desordenada retirada hacia el río Tagliamento. Se trata de un enorme triunfo para la doble monarquía[238].
El batallón con el que se cruza Kelemen no ha participado en la ofensiva en sí pero, de todos modos, lleva su marca. Él anota en su diario:
Tanto si los soldados siguen descendiendo como si se detienen, frenados por los que caminan delante o si se echan al lado del camino, parece imposible pensar que sea con sus aportaciones en el campo de batalla como los hombres de Estado y los generales defiendan la monarquía. Pensar que este grupo de hombres rotos, devastados, con sus hirsutas barbas, sus uniformes arrugados, mugrientos, mojados, sus botas gastadas y sus rostros exhaustos sea lo que llamamos «nuestra valerosa infantería».
Ahora hacen un alto. El batallón entero se deja caer en la ladera. Algunos de los soldados sacan latas de conserva de sus mochilas y ayudándose de las largas hojas de sus navajas pescan trozos de comida que se meten cruda en la boca. Tienen las manos entumecidas, callosas y tiznadas por la roña. Al masticar, los pliegues de sus rostros se expanden y se contraen. Están sentados sobre rocas mojadas mirando con ojos inexpresivos y fijos las latas abiertas.
Sus uniformes se han confeccionado con un paño de peor calidad que la estipulada. Las suelas de sus botas son de papel, creadas para proporcionar beneficios al proveedor del ejército, quien está exento del servicio militar.
Simultáneamente, en casa, en edificios intactos por la guerra, se está poniendo la mesa para la cena. Resplandecen las lámparas eléctricas. Las servilletas blancas, las finas copas de cristal, los cuchillos y tenedores de plata lanzan destellos bajo su luz. Hombres pulcramente vestidos de paisano conducen a las damas a la mesa; tal vez incluso haya una orquestina tocando en un rincón. Centellean las bebidas. Con una leve sonrisa en los labios se charla de bagatelas, porque en una compañía mixta la conversación debe ser agradable y ligera.
¿En algún momento de la noche piensan en los andrajosos soldados que con su sobrehumana carga hacen posible que tantas cosas allá en casa se conserven como eran? ¿Conservarse como eran, digo? Son muchos los que incluso han prosperado.