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Domingo, 28 de octubre de 1917

HARVEY CUSHING PRESENCIA LA PREPARACIÓN DE LOS CANADIENSES FRENTE A ZONNEBEKE

Neblina. Un sol brumoso. Nubes finas. Frío en el aire. En realidad, no hay nada en él que acepte la guerra, al contrario. Su quehacer diario consiste en intentar remendar las piltrafas humanas que la guerra crea y que entran en su hospital de campaña como a oleadas. La experiencia le ha hecho vivamente consciente de los costes. Casi no pasa un día en que no tenga que lavar con agua la sangre y la sustancia gris que se le pega en las manos. Oriundo de la privilegiada vida de la alta burguesía de Boston, hay muchas cosas que le resultan de lo más incómodas: la humedad constante, la poca variedad del rancho, el frío que en ocasiones le impide dormir bajo las delgadas lonas de las tiendas. Ha traído consigo una bañera plegable.

Los costes, decíamos. A Cushing también le escandaliza el despilfarro, prácticamente ilimitado, de bienes materiales. Hay refugios en los que el suelo se ha aislado mediante la colocación de una capa tras otra de latas de conserva sin abrir. También se han encontrado 250 pantalones de goma nuevos, destinados para ser usados en las trincheras más inundadas, que alguna compañía ha desechado tras un solo uso. Los soldados tiran todo lo que les parece superfluo o pesado, máxime antes de salir al campo de batalla, sabiendo que, si sobreviven, podrán declarar lo abandonado como perdido en combate y, sin más preguntas, obtener un equipo nuevo. Se ven fusiles tirados por doquier, utilizados como indicadores o como puntales en las trincheras, o simplemente se los come el óxido. Durante cinco minutos de fuego en un sector reducido de terreno se disparan municiones por valor de 80 000 libras esterlinas.

Además, ha visto y oído demasiadas cosas para no ser crítico en lo que respecta a la manera de llevar la guerra de los británicos aquí en Ypres. Por poner un ejemplo, el del que oyó anteayer en boca de uno de sus pacientes, un suboficial de la 50.ª División. El joven yacía tiritando en su cama, fingiendo que fumaba un cigarrillo. Su batallón se había extraviado bajo la lluvia y la oscuridad, por lo que intentaron cavarse un abrigo. Pero a su alrededor todo era fango y lo único que consiguieron fue levantar pequeños montículos de tierra lodosa y tenderse en medio de los charcos que quedaban detrás. Después de recibir en dos ocasiones la orden de avanzar a tientas llegó, finalmente, la orden de atacar, y de veras que hicieron lo posible por seguir el fuego de cobertura. Lo posible, sí, pero la barrera artillera se desplazaba demasiado deprisa. Hasta que de repente se hallaron frente a una hilera de búnkeres rectangulares de hormigón alemanes. «En fin, no sobrevivió casi nadie».

No hay manera de que Cushing entienda por qué razón no se puede cancelar una ofensiva si, por ejemplo, el tiempo lo exige. Ya antes ha planteado la pregunta a un oficial de alto rango británico y la respuesta ha sido que, lamentablemente, no se puede. No con tan poca antelación. Para eso la organización es demasiado grande, la planificación demasiado complicada. Demasiado grande, demasiado complicado; dicho de otro modo, está fuera del control humano. Podría ser una descripción de la guerra misma.

Este domingo, no obstante, reina una relativa tranquilidad. Solo llega algún que otro herido. La batalla, sin embargo, no se ha dado por terminada: se preparan nuevos asaltos. Un contacto que Cushing tiene en el 2.º Ejército le ha prometido acompañarle al frente, y hoy parece un buen momento para semejante excursión. Ambos se inscriben en uno de los numerosos puntos de control, cambian su vehículo por una ambulancia y conducen hasta Ypres pasando por Poperinghe. El tráfico se densifica a medida que se acercan a la ciudad. Avanzan en zigzag por la lodosa carretera, sorteando soldados en marcha y las motocicletas de los ordenanzas, columnas de camiones y piezas de artillería tiradas por caballos. Atraviesan un hervidero de ruinas grisáceas. Después de salir por la denominada puerta de Menin, rajada por la metralla —de hecho una abertura en el terraplén que rodea la ciudad—, continúan adelante hasta Potitjze, donde aparcan el vehículo y prosiguen a pie. Por si acaso. La primera línea está a solo unos pocos kilómetros de allí.

Cushing se queda estupefacto. No es solo la cantidad de basura que yace diseminada por entre las pegajosas miasmas del fango —«caballos muertos, carros de combate hechos trizas, aviones estrellados y estrujados, cubos de cordita, granadas, lanzagranadas, bombas, carros rotos o abandonados, trozos de alambrada»—, sino también por el hecho de que el lugar, en cierto modo, se corresponda tanto con sus expectativas. Es todo igual que en las fotografías.

Subiendo por la carretera hacia Zonnebeke se apretujan enfangados soldados canadienses entre camiones, cañones y asnos cargados de munición. En la cuneta hay tropas que aguardan su turno para seguir adelante. Congestionan el aire los distintos tonos del fragor provocado por incontables piezas de artillería; el estruendo crece y decrece, decrece y crece, pero nunca cesa. Arriba, en la calima que envuelve el sol, vuelan en círculos aeroplanos rodeados de las fugaces y diluidas nubecillas de humo del fuego antiaéreo. Cushing ve el impacto de una granada alemana que estalla a solo 200 metros de distancia. Ve tierra ennegrecida volando por los aires «como un géiser». Luego ve el impacto de otra granada, más cerca aún. Su propia reacción le sorprende:

Y el salvaje que llevas dentro hace que aquello, pese a toda la miseria, el despilfarro, los peligros, el desgaste y el maravilloso estruendo, te encante. Sientes que, mal que te pese, los hombres están destinados a esto, y no para arrellanarse en un cómodo sillón con un cigarrillo, un whisky y la prensa amarilla o una novela de éxito, mientras fingen que ese barniz es civilización y que tras la almidonada y hasta el cuello abotonada pechera de sus camisas no se oculta un bárbaro.

Él, que tan bien conoce los pesares y el sufrimiento que originan las batallas, de repente y a desgana, en un vertiginoso instante en el que se ha asomado al borde del abismo, cree también percibir su magnificencia y su belleza, o al menos, las tenebrosas y turbadoras energías de las que nace la tragedia. Pero por el momento, tiene bastante. Dan media vuelta y regresan a Ypres. Cushing ve el sol poniéndose tras las puntiagudas ruinas del mercado de paños medieval. Los últimos resplandores rojizos del sol los capta un globo cautivo del que están tirando para que pase la noche en tierra.

El mismo día Florence Farmborough anota en su diario:

A última hora de la tarde trajeron a un hombre herido por una bala alemana. No tardó en saber que él era el único soldado de la sala cuya herida había sido causada por el enemigo. Se estuvo pavoneando de un lado para el otro creyéndose un auténtico héroe entre todos aquéllos que, o bien se habían autolesionado, o bien habían sido heridos como resultado de un accidente.