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Viernes, 28 de septiembre de 1917

MICHEL CORDAY VISITA A ANATOLE FRANCE EN TOURS

Es la hora del almuerzo cuando el tren se detiene en la estación de Tours. De pie en el andén está él, Anatole France, un caballero mayor, corpulento, de barba blanca y corta, tocado con un bonete rojo sobre la coronilla. Les lleva en su automóvil hasta La Béchellerie, la casa solariega del escritor que está hermosamente emplazada en lo alto de una pequeña colina a dos kilómetros de Tours.

La guerra ha sido una dura prueba para el anciano señor. No es que le haya afectado directamente; carece de parientes en el frente, y aquí, en la cuenca de un afluente del Loire, ha podido vivir en calma desde agosto de 1914, año en que, al igual que muchos otros, se trasladó hacia el sur eludiendo las que parecían imparables tropas alemanas. No, de lo que se trata, más bien, es de que la guerra, desde un primer momento, supuso la amarga y descorazonadora derrota de todo aquello en lo que una vez creyó.

Es lógico que a este hombre viejo el dolor le resultase particularmente difícil de soportar, acostumbrado como estaba al balsámico y armonioso son de los coros que siempre le homenajeaban y que luego, de repente, empezaron a avasallarle con sandeces y amenazas. Y eso solo porque en 1914 se mantuvo muy firme en sus creencias y rehusó dejarse arrastrar por la oleada belicista que estaba en su máximo apogeo. Desconcertado, dolido y asustado el viejo caballero, a la edad de 71 años, se presentó voluntario, gesto que únicamente despertó burlas. En estos momentos a France se le ignora más que se le persigue. Deprimido y retraído, tiene alguna que otra salida, pero las encubren. Corday opina que France ha perdido por completo la fe en la humanidad. Aun así, el gran escritor no puede dejar de cavilar sobre lo que sucede en estos días. Le ha comentado a Corday que a veces se imagina que la guerra durará para siempre y que esa idea casi le hace perder la razón[234].

Al llegar a La Béchellerie les invitan a almorzar. Se trata de un bello edificio de piedra maciza del siglo XVII rebosante de objetos que el coleccionista compulsivo que es France ha ido recopilando a través de los años. Otra persona que también visitó la casa por esta época la comparó con «una tienda de antigüedades». En medio del salón destaca un torso de Venus dorado. Asisten al almuerzo otros invitados, entre ellos, un comerciante en telas de la ciudad. Al igual que France, este hombre también es muy pesimista en lo que respecta al futuro:

Una abrumadora mayoría de los ciudadanos de Tours quieren de verdad que la guerra continúe, debido a los elevados salarios que les ha proporcionado a los trabajadores y al aumento de los beneficios que ha supuesto para los comerciantes. La burguesía, que se nutre mentalmente de los periódicos reaccionarios, está enteramente subyugada por la idea de la guerra sin fin. En resumidas cuentas, declara, solo en el frente hay pacifistas.

Pasan la tarde en la biblioteca, la cual está situada en el interior de un pequeño edificio fuera en el jardín. Inevitablemente la conversación gravita hacia la guerra, esa llaga en la que ninguno de los presentes puede o quiere dejar de hurgar. Discuten las iniciativas de paz del último año; la alemana, la americana y, por supuesto, la que el mes pasado presentó el papa de Roma[235].

Es fácil imaginar la especial atmósfera: un grupo de gente refinada reunida en una estancia que se diría fortificada a base de libros, personas como France y Corday, es decir, sensibles, cultas, humanistas radicales que viven como si fueran forasteros en su propio tiempo, a quienes indignan y desconciertan unos acontecimientos que no son capaces de entender y unas fuerzas que no pueden sojuzgar. ¿Será verdad que ahora todos los caminos de la paz están cerrados? Se aferran a unos finísimos y frágiles clavos ardiendo: ¿Y si la traducción de la respuesta del presidente Wilson fuera incorrecta? ¿Y si el memorando alemán que acompañaba la respuesta al papa fuera una falsificación? ¿Y si los negociadores tuvieran una agenda oculta? Si, tal vez, ojalá. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Palabras e ideas van y vienen por el acogedor salón y las horas se arrastran tras ellas. No tarda en anochecer. Sale una gran luna que pinta de blanco y plata el paisaje otoñal.