Viernes, 17 de agosto de 1917
OLIVE KING CONDUCE POR UNA SALÓNICA EN LLAMAS
Ya por la tarde ha visto que un aparatoso incendio se ha declarado en el centro de la ciudad y le urge poder observarlo de cerca, así que cuando se emite un llamamiento para reclutar vehículos que puedan colaborar a salvar los depósitos de la intendencia serbia, por descontado King lo atiende. Pero no es hasta que conduce su ambulancia por la calle Venizelos que se da cuenta de la gravedad de la situación. Lo que comenzó como un simple incendio involuntario se ha activado hasta adquirir enormes proporciones. La totalidad del barrio turco parece estar bajo las llamas:
Es imposible describir el caos que cundía por las calles, el hervidero de personas presas del pánico que intentaban rescatar sus pertenencias en carretas tiradas por bueyes o sobre sus propias espaldas, en pequeñas calesas o en esas largas y desvencijadas carretas griegas que dificultan tanto el tránsito por aquí. Las llamas rugían sin parar, a cada instante se oía el estruendo de un edificio derrumbándose entre millones de chispas. Del río Vardar soplaba un sofocante viento de tormenta que hacía caer sobre nosotros una lluvia constante de pavesas y restos candentes. Aún no anochecía y, sin embargo, todo estaba iluminado por un resplandor rojizo y dorado como el de una maravillosa puesta de sol.
Hasta este día Salónica era una ciudad desconcertante, pintoresca y, parcialmente, muy hermosa, donde los siglos de gobierno otomano habían dejado una clara impronta. Posee varios minaretes, una majestuosa muralla y un bazar bien surtido. Quien se paseara por el laberinto de calles angostas y callejuelas medievales podía andar convencido de que, geográficamente hablando, aquello era Europa, pero le resultaría difícil ignorar que, al mismo tiempo, el lugar tenía todo el aspecto, el aire, el olor y los sonidos de Oriente. (Por algo la ciudad, hasta hace menos de cinco años, ha estado supeditada al dominio otomano). Constatar esa impronta oriental, lejos de considerarse un defecto sería, más bien, una corroboración del principal fundamento en que se basaba el atractivo de la ciudad. Los años de ocupación occidental y el consiguiente flujo de tropas procedentes de casi todos los rincones del mundo intensificaron sus ya de por sí vivos contrastes y su aire cosmopolita. Aquí se mezclan mezquitas musulmanas, catedrales bizantinas y basílicas ortodoxas con los tranvías y los cinematógrafos, los teatros de variedades y los bares, las tiendas exclusivas, los restaurantes de categoría y los hoteles de lujo. Para algunos Salónica es una Babel no solo en cuanto a su políglota desorden —King y muchas de sus amigas hablan un pidgin muy peculiar, en el que la base es el inglés pero que contiene muchos elementos del francés y el serbio—, sino también por sus pecados.
Si ésta es su verdadera identidad, parece que ha llegado la hora de impartir un castigo ejemplar. El vendaval propaga el fuego con una inesperada rapidez.
King efectúa varios viajes al interior de la creciente marea de fuego, salvando provisiones o efectos personales. Cuando se detiene tiene que dar varias vueltas alrededor de la más pequeña de sus ambulancias, la Ford, para apagar las chispas que le caen revoloteando por encima. Y al conducir tiene que tocar la bocina sin parar a fin de atravesar los compactos grupos de personas, algunas histéricas y presas del pánico, otras desoladas y al borde de la apatía. Observa que los dos objetos más frecuentes que la gente intenta salvar de sus hogares son grandes espejos y cabeceros de bronce. Cuando las llamas finalmente alcanzan el puerto y el mar, se da cuenta de que un muro de fuego de cinco kilómetros de largo la separa ahora del garaje. Aun así sigue adelante. Cuando se queda sin gasolina continúa a pie y acaba consiguiendo más carburante.
En esa confusión iluminada por las llamas se disuelve gran parte de la disciplina militar. Como de costumbre, la filantropía y la heroicidad se entremezclan con la cobardía y la codicia. Se inicia una oleada de saqueos. A causa de la elevada temperatura revientan unos grandes barriles de vino. El líquido se derrama por la calle «como sangre», burbujeando por la alcantarilla en chorros de un centímetro de grosor. Tanto soldados como civiles se tiran al suelo para beber el sucio brebaje. Cuando al cabo de un rato King vuelve a pasar por el apestoso lugar, ve tiradas por doquier a personas aturdidas por el alcohol o manchadas por sus propios vómitos. Un depósito de granadas explota con un tremendo estampido. Aquí y allá se producen tiroteos.
La noche es larga y cuando por fin amanece, el cielo está tan tapado por el humo que no acaba de hacerse de día. King conduce por el puerto, esquivando los cables eléctricos de los tranvías que cuelgan medio fundidos sobre la calzada, viendo cómo civiles y soldados hurgan en las ruinas todavía humeantes en busca de botín.
Ha estado al volante durante más de 20 horas. Cuando extenuada y hambrienta regresa a su cuarto para echarse a dormir se encuentra en el pasillo a una mujer sin techo con nueve hijos. Las llamas han consumido casi la mitad de la ciudad, y 80 000 personas han perdido sus hogares. Habrán de pasar casi dos semanas para que el fuego se dé totalmente por apagado. Durante el resto de la guerra la ciudad será un tiznado y yermo campo de ruinas. La Salónica que existía antes del incendio nunca resucitará.