Un día de julio de 1917
PAOLO MONELLI PRESENCIA LA EJECUCIÓN DE DOS DESERTORES
Al alba. La compañía en pleno aguarda de pie en un pequeño claro del bosque. También están ahí el pelotón de fusilamiento. Y el médico. Y el sacerdote, quien tiembla de pavor por lo que está a punto de suceder. Luego llega el primero de los prisioneros.
He ahí el primer condenado. Un llanto sin lágrimas, un estertor de la garganta oprimida. Ni una palabra. Ojos que ya no expresan nada. En el rostro sólo se percibe el vago terror de la bestia que va al matadero. Llevado hasta un abeto no se tiene en pie, se desploma. Hay que atarlo al tronco con un cable telefónico. El capellán, lívido, le abraza. Mientras tanto el pelotón forma dos filas. Son los de la primera fila los que van a disparar. El edecán del regimiento ya ha dado las explicaciones: «Yo hago una señal con la mano. A continuación fuego».
Ambos son soldados de su propia unidad. Durante los atroces combates en el Ortigara los enviaron un día al valle para realizar fajinas, y con tres jornadas de lucha en la primera línea tuvieron suficiente, así que no volvieron. Un tribunal militar en Enego los condenó a muerte por deserción. La disciplina en el ejército italiano es severa rayando en draconiana[227]. Tras la sentencia fueron devueltos a su compañía, la cual debe llevar a cabo la ejecución (a la vista de todos, para que sirva de escarmiento), escoltados por dos policías militares que no tuvieron corazón de contarles lo que les esperaba. Encerrados en una pequeña choza ambos gritaban, llamaban, lloraban, suplicaban e intentaban negociar: «Prometemos salir a patrullar todas las noches, señor teniente». En vano. Dejaron de gritar, llamar, suplicar e intentar negociar. Al final, lo único que se oía proveniente de la choza cerrada con llave era llanto. Ambos son soldados experimentados, que han servido desde el comienzo de la guerra. Todos los ejércitos funcionan por una combinación de imposición externa y consentimiento (espontáneo u orquestado); de hecho, toda esta guerra ha surgido por la conjunción de estos dos factores. Cuanto más se tambalea el consentimiento, más estricta se vuelve la imposición, pero solo hasta cierto punto. En el momento en que tan solo queda imposición no queda nada, y entonces todo se viene abajo.
El edecán levanta la mano, da su última señal.
No ocurre nada.
Los soldados miran al oficial, miran al hombre atado con la venda en los ojos. Entre los soldados del pelotón de fusilamiento hay compañeros de armas del reo de muerte, camaradas, «puede que hasta parientes suyos».
Una nueva señal.
No ocurre nada.
El edecán da una palmada nerviosa. Como si fuera preciso un sonido para convencer a los soldados de que les toca disparar.
Estalla una salva de disparos.
El reo de muerte se desploma hacia delante pero es detenido en su caída por el cable con el que le ataron, por lo que se desliza un poco tronco abajo. Ese corto trayecto basta para obrar la transformación de persona a cuerpo, de sujeto a objeto, de ser vivo a cosa, de un él a un eso. El médico se acerca y, tras un examen breve y simbólico, declara su muerte, aunque nadie duda de que se hubiese producido. Monelli observa que le han volado la mitad de la cabeza.
Luego conducen al segundo reo hasta allí.
A diferencia de su camarada está completamente tranquilo y en los labios ostenta algo parecido a una sonrisa. En un tono extraño, casi extático, les dice a los hombres del pelotón de ejecución: «Esto es justo. Lo único que pido es que no falléis el tiro, ¡y que no hagáis lo que yo hice!». Se extiende el desconcierto entre las filas del pelotón. Algunos quieren escabullirse, dicen que ya han disparado una vez. Discusión. El edecán maldice y profiere amenazas hasta que consigue restablecer el orden.
Estalla una salva de disparos. El reo se desploma. Ahora también ése está muerto.
Se disuelve el pelotón de ejecución y los hombres se alejan despacio del lugar. Monelli observa lo turbados que están, ve traslucirse horror y pesar en todas las caras. El resto del día no se habla de otra cosa. Hablan en voz baja, por la vergüenza o la conmoción. Monelli:
Las dudas y preguntas surgen con desgana en nuestras mentes, y las rechazamos con horror ya que mancillan los elevados principios: esos principios que nosotros aceptamos con los ojos cerrados como si fuesen una creencia, por temor a que, de lo contrario, se nos hiciese demasiado difícil cumplir con nuestro deber como soldados. Patria, necesidad, disciplina; una de las frases del manual de instrucciones, conceptos cuyo significado, en realidad, no conocemos sino que, para nosotros, son meros sonidos. Muerte por fusilamiento, ahí sí las palabras se vuelven claras e inteligibles para nuestra mente abatida. Sin embargo, aquellos señores de Enego no se dignaron venir hasta aquí para ver cómo se convertían en realidad las palabras de su sentencia.