Sábado, 21 de julio de 1917
ALFRED POLLARD RECIBE LA CRUZ VICTORIA EN EL PALACIO DE BUCKINGHAM
Son 24 las Cruces Victoria que se van a repartir, pero en la zona acordonada del Palacio de Buckingham solo hay alineados 18 hombres. Las seis restantes se otorgarán póstumamente. Algo apartadas, esperan unas personas vestidas de paisano; son los familiares que recibirán la medalla en nombre de sus caídos. Suena una banda militar, un guardia de honor forma con las banderas en alto. Tras la alta y dorada verja que rodea el palacio se vislumbran multitud de espectadores.
Tan pronto se supo que a Pollard iban a condecorarle con la Cruz Victoria comenzaron las celebraciones en su honor, aunque eso no fue nada comparado con lo que le esperaba cuando, junto con otro ganador de la Cruz Victoria, se fue de permiso a su casa por un mes. Desde entonces su existencia es un constante asistir a fiestas, teatros y banquetes en medio de vítores y efusivas palmadas en la espalda. Hay veces en que se siente incómodo, pero eso no quita que esté contento. Siempre que los dos condecorados intentan pagar sus consumiciones se adelanta alguien que insiste en invitarles. Cuando acuden a algún restaurante de categoría enseguida les reconocen, les obligan a saltarse la cola y les dan la mejor mesa disponible. Pollard es famoso. Su imagen sale en los periódicos.
Por si fuera poco, Pollard se ha prometido. Con Mary Ainsley, la mujer que le había desdeñado con tanto énfasis. Él sospecha que uno de los motivos por los que le rechazó era que él, por aquel entonces, era un mero soldado raso desconocido, un don nadie; en cambio, ahora, ¡ahora! Ahora es oficial y van a otorgarle la más alta y prestigiosa distinción que se conoce en el Imperio Británico. Como la guerra ha obrado milagros con su autoestima, él una noche la rodeó con sus brazos y la acribilló con «frases medio incongruentes» sobre lo mucho que la amaba y la deseaba, etcétera. A la mañana siguiente, durante un paseo, Mary dijo que seguía sin estar enamorada de él, pero ya que él la amaba tanto estaría mal por su parte defraudarle, y que el amor es algo que puede nacer con el tiempo. El anillo de compromiso es de platino, adornado con diamantes y una perla negra. Los últimos días los han pasado en un hotel de la costa en compañía de unos conocidos, se han bañado, hecho excursiones en barco, dado paseos, ido a conciertos, disfrutado espléndidas cenas, amén de protagonizar su primera riña.
En estos momentos él y 17 hombres más aguardan a las puertas del Palacio de Buckingham. Del pecho uniformado de cada hombre sobresale un gancho especial que le facilitará al rey la labor de colgarles su medalla. En esas sucede algo. Choque de talones, se presentan armas. La orquesta interrumpe la pieza que tocaba y la sustituye por el himno God Save the King. El guardia de honor baja las banderas. El rey hace acto de presencia. ¡El rey!, seguido de un montón de edecanes. Los 18 hombres, muy rígidos, se ponen firmes. La música se extingue. «¡Descansen!».
Uno a uno los van llamando. El nombre de Pollard es invocado en sexto lugar. Al igual que los demás, él da diez pasos al frente y se pone firme ante el monarca. Un coronel lee la justificación oficial, cuya introducción reza: «Por un coraje y una determinación singularmente excepcionales». Cuando se han leído las últimas palabras de la justificación —«su manera de ignorar el peligro infundía valor a todo aquél que le veía»— el rey cuelga la medalla con la cinta púrpura en el gancho de su pecho y pronuncia algunas palabras de elogio. A continuación, el monarca estrecha la mano del ganador de la Cruz Victoria, con fuerza, tan fuerte que el corte sin cicatrizar que Pollard se hizo durante sus vacaciones en el mar se le abre de nuevo. El recién condecorado joven de 25 años da un paso atrás, hace el saludo militar.
Para Pollard éste es el punto culminante de la guerra, de hecho, el punto culminante de su vida.
Gracias a esto, él, empleado londinense de una compañía de seguros, predestinado a una tediosa e irrelevante vida, ha alcanzado todo cuanto soñara, se ha convertido en quien durante tantísimo tiempo pensó que era. Y aquello que lo ha hecho posible es la guerra.
Tras la ceremonia les aguarda un nutrido programa de festejos y homenajes. Mañana regresa al continente. Corren rumores de que se prepara una ofensiva británica a gran escala en algún lugar de Flandes. Un sentimiento nuevo, inusual, se desvela en él. Por primera vez en su vida no arde en deseos de entrar en combate.
El mismo día Willy Coppens tripula por vez primera un avión monoplaza en misión de combate:
Sobre Schoore me topé con un avión biplaza que volaba en círculos a una altura de 3200 metros. Lo ataqué con determinación pero sin el menor efecto. Los tripulantes del biplaza me dispararon a su vez pero también sin resultado. Mi aeroplano no presentaba signo alguno de haber sido alcanzado. A 500 metros de altura dejé escapar a mi presa, la cual desapareció, y yo maldije mi falta de habilidad.