157.

Lunes, 25 de junio de 1917

EL BATALLÓN DE PAOLO MONELLI ENTRA EN COMBATE EN EL ORTIGARA

Ahora les toca a ellos. Han estado esperando este momento. Durante unos catorce días han visto cómo un batallón tras otro era conducido hasta la cima del Ortigara, y en cada ocasión han podido apreciar el mismo resultado: primero vuelven los camilleros con los heridos y las mulas cargadas con los muertos, transcurrido un tiempo —algunas horas o algunos días— pasa de largo lo que queda del batallón. Así funciona, ésa es la mecánica. Se envía a los batallones contra la muela del fuego artillero que los tritura hasta que han perdido la parte del león de sus hombres. Entonces son relevados por nuevos batallones a los que la artillería tritura hasta que pierden la parte del león de sus hombres. Entonces son reemplazados por nuevos batallones que son triturados hasta que han perdido la parte del león de sus hombres. Y así sucesivamente.

El nombre técnico es «guerra de material». Muy de vez en cuando, alguno de los bandos realiza un ataque durante el que hay que recorrer hondonadas sembradas de cráteres todavía calientes por los impactos de las granadas y remontar alguna cima o escalar una cresta rocosa. Pero, por lo general, la infantería no tiene otra misión que aferrarse a algún punto, un punto que a los soldados puede darles la impresión de haber sido elegido al azar pero que, en la realidad cartográfica de los estados mayores y en el mundo ilusorio de los triunfales comunicados de guerra, tiene su significado. A menudo se trata de lugares que, o bien Dios o bien los topógrafos, han dotado de una cifra que indica la altura y de la que, por alguna casualidad, ha quedado constancia en los planos, como 2003 o 2101 o 2105, cifras que más tarde son metamorfoseadas en «cotas» que hay que defender o conquistar[224].

La situación no pinta bien esta mañana. Cuando al alba Monelli se despierta, el fragor del fuego artillero es más fuerte que nunca. Se desprende de su saco de dormir y sale para ver qué sucede. Al cabo de un rato el batallón recibe órdenes de formar. Luego se ponen en marcha. Una larga hilera de hombres taciturnos y pesadamente cargados avanza hacia arriba, siempre hacia arriba, por un angosto camino que discurre paralelo a la abrupta y elevada pared del acantilado. El sol ya alto ha iniciado su travesía por un cielo azul. Parece que el día será caluroso.

Los rostros de los soldados irradian algo que Monelli denomina «una calmada resignación ante lo inevitable». Por su parte, y en la medida de lo posible, intenta no pensar. Procura ensimismarse en detalles, cosas prácticas, con cierto éxito. Al dar una orden a uno de sus subalternos nota con satisfacción que su voz suena estricta y contenida. Rebusca entre sus sentimientos. ¿Tiene alguna premonición? No. Pero en su mente se ha encallado un verso del premio Nobel Giosuè Carducci: «Venne il dì nostro, e vincere bisogna» (Llegó nuestra hora, y es preciso vencer). Y Monelli tiene la impresión de que se ha convertido en un instrumento, un instrumento apto y fuerte que es dirigido por un poder elevado muy por encima de su propio cuerpo. Ve una columna de mulas alejándose. Ve las nubes de humo teñidas de negro y naranja que han dejado unas shrapnel.

Al cabo de un rato llegan a una gruta que desemboca en la línea de fuego. Cuando la abandonen se hallarán bajo el fuego directo. En la desembocadura de la gruta se apretuja mucha gente. Telefonistas y artilleros se arriman a las frías paredes de la cueva para dejarles paso, mirando a Monelli y al resto de cazadores alpinos con miradas largas y solicitantes; a Monelli esas miradas le cogen desprevenido e intenta apartarlas de su mente. Pero su significado tiene tiempo de arraigar: «Dios mío, ¿tan mal está la cosa?».

El capitán pronuncia una sola palabra: «Andiamo!» (¡Vamos!).

Después toman carrerilla y, uno tras otro, se lanzan al aire libre en una compacta formación, como si fueran bañistas a punto de dar el salto desde el nivel más alto de un trampolín. Las ametralladoras austríacas del otro lado empiezan a tabletear. Monelli corre hacia delante, cuesta abajo. Ve a un hombre recibir el impacto de un gran fragmento de metralla en la cabeza. Ve que el suelo está horadado por pequeños embudos de granadas. Ve cuerpos, en algunos lugares apilados en montones, y registra lo siguiente: ahí hay más peligro, ahí hay que ir con cuidado. Se guarece tras unas rocas, recobrando el aliento en vistas al siguiente tramo. «Toda tu vida pasa de largo en un solo instante de arrepentimiento, te asalta una premonición y la desechas con horror». Luego toma impulso, se lanza hacia delante, las balas silban —«ziu, ziu»— y consigue salvar la distancia. Pero ve que el capitán yace en el sitio.

Les advierten de que hay gas, y se coloca la máscara antigás, pero al cabo de solo cinco minutos se la quita de un tirón. Es imposible correr con la máscara puesta. Continúan bajando por la siguiente hondonada. Está atestada de muertos, hay cadáveres antiguos de los combates del año anterior, se han deshecho y son poco más que esqueletos revestidos de harapos, y hay cadáveres frescos, todavía calientes, todavía sangrantes; a todos les une el mismo estado atemporal. Monelli alcanza otro pasaje peligroso. Más allá, una ametralladora austríaca está lista para abrir fuego contra todo aquel que se atreva a pasar. Acaba de abatir a unos seis o siete hombres. Ve a un soldado que titubea; su camarada acaba de ser alcanzado. El hombre dice algo de dar media vuelta, pero el regreso es igual de peligroso. Ve al hombre santiguarse antes de lanzarse cuesta abajo por la rocosa pendiente. La ametralladora dispara. El hombre se salva y corre, salta, tropieza cuesta abajo. Lo mismo hace Monelli.

Es mediodía. Brilla el sol. Hace calor.

Ahora vuelven a ir cuesta arriba. Atraviesan la cresta de una loma. Y allí, allí alcanza Monelli la posición de la compañía. Qué digo posición: se trata de una simple hilera de rocas ennegrecidas y grandes montones de guijarros en un rellano tras el cual se apretujan los hombres, inmóviles, mudos, con los ojos desorbitados, completamente inactivos bajo el intenso fuego de granadas, aguardando, pasivos, reconcentrados. Un joven soldado ve a Monelli, le advierte, se alza, le hace señales para que vaya a su abrigo, pero en el mismo momento un proyectil le da en medio del pecho y el joven soldado se desploma.

Más tarde Monelli y el jefe de su batallón intentan localizar el puesto de mando de la brigada. Al final lo hallan en una cavidad de la montaña. La entrada de la gruta está tapada con sacos de arena y, como siempre, atestada de gente que se guarece del constante fuego artillero. Son tantos los que allí se apretujan que Monelli y su jefe pisan sin querer brazos, piernas, torsos; pero nadie reacciona. La plana mayor se ha instalado en el fondo de la cueva. Reinan allí la oscuridad y un silencio total. Si Monelli y su superior esperaban que la noticia de que habían llegado dos batallones de refuerzo iba a ser recibida con agradecimiento y hasta puede que júbilo, quedan defraudados. Los oficiales al mando no han oído hablar del asunto y les saludan «sin ningún entusiasmo». Los ánimos en el interior de la tenebrosa y fresca gruta son lúgubres, de hecho, más que lúgubres, están marcados por la humillación y la resignación, por la sensación de estar a merced de algo inexorable. El jefe de brigada dice en un tono resignado: «Como pueden apreciar, estamos rodeados por el enemigo, que puede hacer con nosotros lo que quiera».

Pese a ello salen de allí con una orden de ataque, improvisada al tuntún por el jefe de la brigada. Monelli se dice que alguien en las más altas esferas —¿el comandante en jefe del cuerpo, acaso?— debe de estar perdiendo la cabeza, porque las instrucciones que les llegan son cada vez más incongruentes y contradictorias. Si es que les llegan, porque el constante fuego artillero corta los hilos telefónicos cada cinco minutos, aproximadamente. Por tanto, hay que enviar a gente a que en medio del fragor, el humo y los cascos de metralla que remolinean por el aire, localicen la rotura y la reparen. El cargo más arriesgado en lo alto del Ortigara es el de telefonista.

Pero no solo los telefonistas son víctimas de una de las muchas paradojas de esta guerra, en este caso, del hecho de que la capacidad de destrucción de los ejércitos ha sobrepasado con creces la capacidad de los generales de controlar y dirigir esos ejércitos. Durante las grandes batallas las comunicaciones casi siempre se rompen, y los combates se convierten en un arremeter a ciegas en medio de la humareda de las explosiones[225].

Cae la noche. Tres olores ocupan el aire: el humo acre de los explosivos detonados, el tufo dulzón de la putrefacción y el agrio hedor de los excrementos humanos. Todos hacen sus necesidades ahí donde estén, agachados o tumbados, a la vista de los demás, se bajan los pantalones y ya está. Sería estúpido hacerlo de otro modo. Acre, dulce, agrio.

Esa noche una de las compañías asalta la cota 2003. La toma.

Tres días más tarde los austríacos la reconquistan.