Jueves, 14 de junio de 1917
MICHEL CORDAY SE PASEA A LA LUZ DEL CREPÚSCULO POR UN BULEVAR DE PARÍS
Se trata de algo más que una variación; es un tema nuevo que se superpone al viejo. Y, evidentemente, está relacionado con el hecho de que los norteamericanos se han sumado a la guerra. Michel Corday se halla en la Cámara de los Diputados escuchando el discurso de René Viviani. Éste no es santo de su devoción, y eso no solo se debe a que el hombre sea un político sin fuerza al que acosan rumores de ser drogadicto, sino sobre todo a lo que hizo, o mejor dicho, dejó de hacer en 1914. Viviani, un hombre de izquierdas, era primer ministro en Francia cuando estalló la guerra, pero no hizo nada para evitar la catástrofe sino que, por el contrario, impuso la resolución de solicitar créditos de guerra.
Los días de Viviani como hombre en el poder están más o menos contados. No obstante, todavía puede hacer buen uso de su talento como orador, el cual, sin duda, es importante. Viviani es un experto en soltar frases retóricas elegantes e instigadoras. Y como es habitual en dichos contextos, la manera de expresar una idea puede ser igual o más relevante que la idea expresada. Su discurso es, en efecto, «un triunfo de la oratoria». Por lo general suele decir las mismas cosas que los demás políticos, y también esta vez coloca la aguja sobre el viejo disco rayado que proclama aquello de que hay que combatir «hasta el amargo final». Sin embargo ha añadido algo nuevo, algo que hace que Corday dé un respingo. La guerra ha adquirido un nuevo objetivo, un nuevo sentido, un nuevo… pretexto. Sostiene ahora que su verdadera finalidad es que «los hijos de nuestros hijos no tengan que perder la vida en conflictos similares». ¡Ah! Así que ésta es una guerra que acabará con todas las guerras. Qué original. Bonita idea. Bonito lema.
Hacia las siete de la tarde Corday pasea por uno de los bulevares a la cálida luz del sol poniente. La muchedumbre que puebla las calles es variopinta y, en más de un sentido, un reflejo de la guerra. Hay allí:
… prostitutas con sombreros grandes como parasoles, faldas cortas hasta las rodillas, los senos al aire, medias transparentes y mejillas maquilladas; jóvenes oficiales con los cuellos de las guerreras desabrochados y ostentosas cintas de medallas; soldados aliados, los británicos, tan musculosos, los belgas, tan inofensivos, los infelices portugueses, los rusos con sus impresionantes botas de marcha; hombres jóvenes vistiendo guerreras que les quedan estrechas.
Corday se cruza también con un representante de un fenómeno reciente: el soldado mendigo. Nunca visto en años anteriores, ahora, en cambio, es frecuente toparse con él en restaurantes y cafés. No es raro que luzca medallas en el pecho, de las prestigiosas, como la Croix de Guerre, otorgadas por heroísmo en el combate. Suele vender postales o cantar canciones patrióticas para reunir algún dinero.
Al soldado mendigo con el que Corday se cruza en la acera le falta un brazo. Además, está bebido. Se va abriendo paso por entre el flujo de gente, pidiéndole ora a uno ora a otro que le de un par de monedas de cobre, o, al menos, un cigarrillo. Y todo el rato va repitiendo la misma palabra: «Paz… paz…».
Más tarde Corday charla con un conocido que le cuenta que todavía se producen amotinamientos dentro del ejército francés. Y que hasta la fecha se ha fusilado a más de cuatrocientos sediciosos[222]. Su amigo le explica también la anécdota de un amotinado quien, bajo la amenaza de sufrir ese destino, dijo: «Si me fusilan, al menos sabré por qué muero».