Lunes, 11 de junio de 1917
AGNUS BUCHANAN Y EL COMBATE JUNTO AL ZIWANI
¿Dónde está el enemigo? ¿Dónde están los suyos? Son las preguntas corrientes que surgen durante las operaciones nocturnas. Hacia la medianoche, al abrigo de la oscuridad, el cuerpo de los 25th Royal Fusiliers de Buchanan, junto con uno de los batallones de negros que cada vez es más habitual, desembarcan en un punto río arriba del Lukule, a unos doce kilómetros de Lindi y del litoral. La idea no es mala. De este modo —y aunándose a otra fuerza que avanza desde el norte— rodearán por el flanco las firmes posiciones alemanas próximas a la costa.
El problema es que una marcha que ya sería fatigosa a la luz del día raya la pesadilla en la selva a oscuras. Para variar, se ha pensado en esta circunstancia. La idea es que durante la marcha el batallón de Buchanan vaya resiguiendo un ferrocarril de vía estrecha que se sabe discurre desde el río hacia Mkwaya. Y en efecto, así es. Gracias a eso, su unidad se mueve relativamente deprisa por el monte llano. Durante el desembarco en la fangosa ribera del río todos se mojaron y cogieron frío, pero con la marcha ya han entrado en calor. La cuestión es: ¿dónde está el enemigo, y dónde está el resto de los suyos? El batallón de los negros avanzará por algún lugar de su izquierda, siguiendo lo que ojalá sea un curso paralelo.
Buchanan oye el canto, nítido y estridente, de un gallo solitario. Comprende dos cosas: que se aproximan a una zona poblada y que es la hora del alba. Distingue una suave claridad que rompe por el horizonte. Oye a lo lejos los primeros y mitigados estampidos de la artillería; se trata de uno de sus propios barcos cañoneros que ha sido descubierto y que ahora responde al fuego. Pronto no tarda en captar también el sonido de aviones británicos que han salido para explorar el terreno en busca del adversario, quien hasta el momento se ha mantenido bien oculto entre los oscuros y aromáticos setos del monte bajo.
A la débil luz del amanecer pasan por Mkwaya. Ahí la columna se desvía hacia el oeste, en dirección a Mozambique. Dos horas más tarde ya es de día. Al encaramarse en Ziwani a lo alto de una loma divisan por primera vez lo que estaban buscando desde la medianoche: al enemigo. Al otro lado del valle, a unos 1500 metros de distancia, se mueven apresuradamente grandes grupos de askaris alemanes. Buchanan también ve las bocanadas de humo de la artillería enemiga: piezas de 10,5 cm que los alemanes, con su habitual talento para la improvisación, han remolcado del aniquilado acorazado SMS Königsberg. Cuando Buchanan y el resto descienden al valle para aproximarse a sus adversarios resulta que éstos ya están allí. Casi de inmediato se topan con fuertes patrullas alemanas. Se produce un confuso tiroteo. Los británicos se retiran de nuevo hacia la cima de la cresta. No tarda en quedar claro que también el batallón que avanzaba paralelo a ellos por su izquierda está sometido al fuego, y los hombres del 25th Royal Fusiliers reciben órdenes de enterrarse en la cima de la cresta hasta nuevo aviso.
Las excavaciones ocupan el resto de la mañana y continúan hasta después del almuerzo.
Pero a las dos sucede algo.
Desde una distancia de menos de treinta metros los askaris abren un fuego repentino y ensordecedor, tanto de fusiles como de ametralladoras. Sin ser vistos han reptado hasta allí a resguardo de las matas y la hierba alta. Buchanan describe ese ruido como parecido al estampido de un fuerte trueno.
Cuando más tarde intenta describir lo ocurrido le cuesta dar una visión clara de los hechos; porque una vez iniciado el intenso combate cuerpo a cuerpo se perdía toda noción del tiempo, la noción de todo, a excepción de que algo importante estaba sucediendo, algo cargado de una energía viva y que actuaba con una celeridad febril.
Por suerte para los británicos sus atacantes cometen un error que se da con frecuencia en los combates librados en medio de vegetación densa. Instintivamente se apunta demasiado alto, y por ello la mayoría de las balas pasan por encima de los cráneos de los defensores. No obstante, esta ventaja tiene una pega: varios de los racimos de balas derriban los nidos de abejas que cuelgan de los árboles, y los enfurecidos insectos se lanzan al ataque de lo primero que encuentran. Las picaduras de estas abejas son singularmente dolorosas, y cuando Buchanan, por lo general siempre tan comedido, dice que el dolor de las picaduras «casi nos volvía locos» no exagera. Cosas así han ocurrido con anterioridad y varias veces durante la guerra en África del Este. En una ocasión vio a un hombre tan acosado por los insectos que lo atacaban que literalmente perdió la razón.
Hacia el anochecer cesa el combate. Los atacantes se retiran. Los hombres del 25th Royal Fusiliers permanecen en la cresta. Todos y cada uno de los soldados británicos tiene la piel cubierta de bultos amarillentos, y los rostros de algunos de ellos están tan hinchados que apenas ven nada. A la mañana siguiente iniciarán el regreso a Lindi.