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Jueves, 31 de mayo de 1917

RICHARD STUMPF DESCRIBE LA ENTREGA DE VEINTE
CRUCES DE HIERRO EN EL SMS HELGOLAND

A falta de victorias recientes, buenas son las viejas. El día del primer aniversario de la batalla de Skagerack se celebra con énfasis en toda la Flota de Alta Mar. El capitán del SMS Helgoland pronuncia un discurso «con los ojos ardientes». Cuanto más discurre su altisonante oratoria, más estridente y polémica se vuelve:

Nuestros enemigos trabajan afanosamente por alcanzar una meta determinada, es decir, la ruptura de los lazos que unen a nuestro caudillo supremo con su flota y su ejército. Una vez derrocada la casa Hohenzollern nos impondrán un régimen parlamentario semejante al de Francia e Inglaterra. Entonces nosotros, al igual que ellos, seremos gobernados por comerciantes, abogados y periodistas. En su mundo, si se cansan de un general o de un jefe militar se le despide sin más. Pero nosotros necesitaremos un ejército aún más fuerte y una flota aún mayor cuando termine esta guerra. Tenéis que obstaculizar la labor de todos aquéllos que pretenden imponer un régimen parlamentario en Alemania, y no olvidéis jamás que la grandeza de Alemania empieza y acaba con su dinastía imperial, con su ejército y con su joven flota. Y recordad una cosa: los socialdemócratas de todos los países con los que estamos en guerra nos quieren exterminar.

El remate final consiste en tres vítores en honor de «Su Majestad, nuestro caudillo supremo». A continuación se reparten veinte Cruces de Hierro de un modo más o menos arbitrario entre los que tomaron parte en la batalla hace exactamente un año.

Como es habitual en él, Stumpf se siente escindido, desconcertado y furioso. La energía del orador y la fuerza de sus palabras le han conmovido y, más que pensar, siente que parte de lo dicho tal vez sea cierto. Pero si sus emociones le arrastran hacia un lado, su razón tira de él hacia el lado opuesto. Pues no se le escapa en absoluto por qué el capitán alberga semejantes opiniones; tal vez también él pensaría de ese modo de ser oficial. Pero al no ser más que un simple marinero raso, un «proletario sin propiedad», utilizando sus propias palabras, le resulta imposible apoyar «un incremento del poder autocrático del káiser, el ejército y la armada». Sí, «es fácil hablar de asuntos siempre y cuando no seas tú quien los paga». A Stumpf no le asusta el sistema parlamentario. Considera que entre los dirigentes del enemigo hay muchos hombres buenos. La verdad es que, en estos momentos, prefiere «ser un esclavo inglés a un marinero alemán».

El desasosiego, la irritación y el desengaño acumulados en Stumpf a través de los años transcurridos desde el estallido de la guerra se basan, solo en parte, en la frustración producida por la férrea disciplina y por el monumental hastío al que conduce la inactividad de la flota. En él anida, además, una ira dirigida contra la actual realidad de Alemania, en particular contra lo que Stumpf considera el quid, el núcleo y la miga de su estructura: el sistema de clases. Ésa es, en última instancia, la cuestión que ha transformado al exaltado patriotero de 1914 en el indeciso pero airado radical de 1917.

A todos los niveles la guerra se ha convertido en algo que pocos vaticinaron y aún menos desearon. Entre otras cosas ha desenmascarado el sistema de clases; un solo par de años de guerra han bastado para conseguir lo que lustros de propaganda anarquista y socialista no consiguieron; es decir, revelar las falacias, la hipocresía y las paradojas de la antigua estructura. Y en pocos lugares la imprevista exposición de los disparates de Europa ha llegado más lejos que en la Flota de Alta Mar alemana.

La tropa y los oficiales conviven en un mismo espacio, teóricamente; reman, como suele decirse, en la misma galera. Sin embargo, sus circunstancias son grotescamente desiguales. La iniquidad comprende desde la comida que ingieren y el espacio que habitan (los camarotes de los oficiales están decorados a la usanza de los hogares de la clase alta, con alfombras orientales, acolchados sillones de cuero y obras de arte) a sus condiciones de trabajo y de descanso (mientras que a los marineros apenas nunca se les concede un permiso hay oficiales que disfrutan de excedencias de varios meses seguidos; y cuando permanecen amarrados en un puerto los oficiales a menudo pernoctan en sus casas). La proximidad que resulta inevitable a bordo de un barco ha sacado a la luz las desigualdades de un modo inusitado. Simultáneamente, la falta de actividad, de combates, de victorias —en resumidas cuentas, de sangre—, ha hecho posible poner en tela de juicio esas diferencias.

Dentro del ejército la situación es diferente. También ahí la desigualdad de condiciones salta a la vista, pero por razones prácticas, nunca adopta formas tan llamativas. Además, en cierta medida, en el ejército es lícito achacarlas a las exigencias y sacrificios del servicio. Pues nada hay más peligroso en esta guerra que ser un oficial de Infantería de bajo rango[221]. En cambio aquí, en la por lo general inactiva Flota de Alta Mar, las exigencias que se les imponen a los oficiales son mínimas y sus sacrificios menores aún. Así pues, ¿qué puede motivar sus privilegios sino es el hecho de que provienen de una clase privilegiada? ¿Y acaso no es posible que toda esa altisonante oratoria sobre el honor, el deber y el sacrificio acabe perdiendo su fuerza y se revele como un mero pretexto, utilizado para mantener a las masas en su sitio?

Incluso en esa celebración del primer aniversario distingue Stumpf el modo en que se manifiesta el sistema de clases. La oficialidad, cómo no, enseguida se encierra en su opulenta cámara de oficiales y organiza una bacanal que dura hasta las cuatro de la madrugada. A los marineros no se les brinda nada más que «un par de barriles de cerveza aguada», y su fiesta tiene lugar en la cubierta. Lo que molesta a Stumpf, sin embargo, no es tanto la sobreabundancia de la que disfrutan los oficiales a la vez que la tropa no disfruta de nada. Lo que esta noche le indigna particularmente es que todavía haya tantos marineros dispuestos a humillarse ante sus señores (quienes les dedican sonrisas condescendientes) con la única finalidad de obtener una palabra de aprecio o alguna migaja de su mesa:

La cámara de oficiales parecía un manicomio. Pero más escandaloso aún era ver cómo los marineros mendigaban cerveza, cigarrillos y aguardiente de aquella pandilla de borrachos. Al ver su modo de rebajarse me entraron ganas de chillar. Algunos habían perdido por completo el autodominio y aseguraban a los oficiales que eran buenos marineros y buenos prusianos. Como recompensa los otros les daban una jarra extra de cerveza. Al final, llegaron hasta a vitorear a ciertos oficiales por su generosidad.