Lunes, 21 de mayo de 1917
HARVEY CUSHING VE RESTOS DE UN NAUFRAGIO EN EL ATLÁNTICO
Es su décimo día a bordo y, para variar, el tiempo es bueno. Brilla el sol, la mar está en calma. El buque se llama SS Saxonia, y en él viajan Harvey Cushing y demás personal del Base Hospital N.º 5. Constituyen una de las primeras unidades americanas enviadas al conflicto bélico en Europa. Solo hace poco más de un mes que Estados Unidos se declaró en guerra, «para asegurar la democracia en el mundo». Lo que sí es cierto es que su intervención ha salvado a Gran Bretaña, a su economía. Porque también los británicos hacían la guerra a crédito, crédito que estuvo a punto de cancelarse a finales del año anterior. Algunos personajes del gobierno británico hasta anunciaron, muy sombríos, el riesgo inminente de un hundimiento económico. Ahora, en el último minuto, Gran Bretaña ha conseguido apuntalar su economía con dinero americano y, sobre todo, gracias a la baratísima materia prima estadounidense.
Hasta el momento, la travesía ha carecido de dramatismo pero no ha sido nada tranquila. El SS Saxonia ha navegado por su propia cuenta —todavía no se ha introducido del todo todavía el sistema de convoyes— zigzagueando sin parar contra las olas del Atlántico y oteando sin cesar el horizonte a fin de detectar la posible presencia del periscopio de algún submarino. Cada cual lleva siempre puesto el chaleco salvavidas, las veinticuatro horas del día. Continuamente tienen que montar en los botes salvavidas a modo de ensayo. Al atardecer todo se tiñe de los distintos matices del gris azulado: el barco, la mar, las nubes.
Las formas militares han empezado a impregnar con su peso de plomo también esta unidad, que en el fondo no es militar. Ahora hay guardias armados en todos los rincones del buque, y en cubierta se hacen ejercicios de instrucción. Las botas se ven bien lustradas. Cuando los oficiales practican su gimnasia diaria se aseguran de que los soldados rasos y los suboficiales no puedan mirar a fin de que no se deteriore el respeto por sus superiores. A Cushing le cuesta bastante acostumbrarse. No sin asombro recibió hace poco unas espuelas —en realidad, un mero atributo de su condición de oficial ya que el Base Hospital No. 5 no dispone de caballos—, junto con una pistola automática del modelo M 1911 («grasienta y de aspecto maligno»). Raras veces la llevará encima, y no la usará jamás.
No es que Cushing tenga dudas acerca de la guerra. Hace ya mucho tiempo que se convenció de que Estados Unidos tarde o temprano se vería involucrado, o más bien, tendría que involucrarse. Él mismo ha dedicado mucho tiempo y esfuerzos a preparar a sus colegas de Boston para ello. Aquel mes que pasó como una especie de observador médico durante la primavera de 1915 contribuyó a aumentar su repugnancia por el fenómeno de la guerra, pero, al mismo tiempo, hizo mermar el temor que le provocaban sus hechos. Las ocasiones en que vio la línea del frente Cushing raras veces tuvo miedo. Porque, tal y como escribió en su diario esa primavera, «cuanto más te alejas de tu hogar y más próximo está el escenario de la guerra, menos oyes hablar de ella y menos pavorosa se te antoja». Desde entonces, y en su condición de neurólogo, ha estado muy interesado en el fenómeno de la «neurosis de guerra». De modo que los incentivos puramente profesionales siguen siendo reales. Sin embargo, a ésos, con el tiempo, se les han sumado otros factores mucho más potentes.
Por aquel entonces él era un observador neutral que escuchaba con escepticismo los constantes relatos referentes a los atropellos cometidos por los alemanes. Su fría reserva, sin embargo, vendría a alterarse. El momento decisivo tuvo lugar el 8 de mayo de 1915. Iba de regreso a Estados Unidos cuando, frente a la costa de Irlanda, el barco en el que viajaba fue a parar entre los restos del SS Lusitania, hundido el día anterior por un submarino alemán, debido a lo cual 1198 hombres, mujeres y niños se ahogaron. De ellos 124 eran ciudadanos americanos. Cushing navegó por entre los restos del naufragio durante una hora completa. Conmocionado, vio flotando en el agua varias hamacas de la cubierta, remos, cajas y, junto a un bote salvavidas plegable, los cuerpos de una mujer y un niño. Un pesquero de arrastre iba dando vueltas a lo lejos rescatando cadáveres al precio de una libra por cabeza.
Como es natural, son estos recuerdos los que le asaltan ahora, este día de mayo de 1917, cuando divisa los restos de otro naufragio. Esta vez, en cambio, Cushing no ve ningún cuerpo. Solo una escotilla, algo de basura, un chaleco salvavidas. Esa misma tarde llega para escoltarles un obsoleto destructor con el número 29 pintado en el estrave. El destructor se mantiene a cerca de medio kilómetro detrás de ellos. Ellos lo saludan y aclaman. El alivio es general. Cushing piensa que esta noche más gente se atreverá a dormir bajo cubierta.
Esa misma tarde, en la cubierta superior practican técnicas de trasladar camillas. La falta de experiencia es notable. Las enseñanzas se imparten por medio de un libro. En la proa sus baúles militares se apilan ya listos. Si todo prosigue según los planes, el SS Saxonia arribará al puerto de Falmouth a las seis de la mañana siguiente.