Domingo, 8 de noviembre de 1914[25]
ALFRED POLLARD CAVA UNA TRINCHERA EN LAS AFUERAS DE LA BASSÉE
En realidad, aquí no se les necesita, y esto de enviarles a la primera línea para zapar es más bien un modo de mantenerles ocupados a la espera de que lleguen las órdenes de iniciar una nueva marcha[26]. Nadie les dice que tengan cuidado.
Son muchas las novedades y lo que no saben. A estas alturas la línea del frente occidental se ha estancado de verdad, y solo arriba en Flandes se libran todavía auténticos combates: la primera batalla de Ypres. Ambos bandos están más ocupados atrincherándose, lo cual no siempre es tan fácil como pueda parecer. Como nadie ha previsto esta extraña guerra de posiciones existe muy poca formación en la materia, y en cuanto a experiencia, aún menos. Más tarde Pollard constatará que «en 1914 las trincheras eran atroces»: ni los desagües ni la recogida de basuras funcionan, y tampoco hay refugios ni búnkeres, únicamente unas pequeñas secciones con tejado que, en el mejor de los casos, protegen de la lluvia y nada más. Sí, todo este paisaje de la guerra de posiciones es nuevo, máxime su fraudulento vacío. Porque, de hecho ¿dónde está el enemigo? Por aquí no se ve. ¿Y dónde la guerra misma, en medio de todo este silencio?
Así que se dirigieron tan tranquilos hacia aquel punto, situado a apenas un kilómetro de la línea del frente, constatando que no había ningún enemigo a la vista y que, por tanto, tampoco ningún peligro razonable los amenazaba, y se pusieron a cavar. El primer día los alemanes los dejaron hacer a su aire, dale que te pego al pico y a la zapa, sin camuflaje (por otra parte, inexistente), totalmente a la vista, a pleno sol. Llegado el segundo día parece que los alemanes pensaron que era suficiente.
Éste es el tercer mes que Pollard pasa en el ejército. A las cinco de la tarde del día 8 de agosto salió de la compañía de seguros de la calle St. James donde trabajaba de oficinista para nunca más volver. Decidirse fue fácil. Unos días antes se encontraba entre la muchedumbre agolpada frente a uno de los grandes cuarteles del ejército en Londres viendo desfilar una sección de soldados de la guardia que marchaban hacia la guerra. El gentío los aclamaba y vitoreaba, también él; sin embargo, al ver a los soldados marcando el paso todos a una y balanceando los brazos rítmicamente, las lágrimas le hicieron un nudo en la garganta. No lloraba de orgullo, como muchos de los otros; tampoco se trataba de que la súbita solemnidad del momento le hubiese emocionado, ni de que comprendiera de pronto que su país se había visto obligado a lanzarse a una guerra sin anunciar (a una guerra importante, además, porque, desde luego, aquello no era una de esas reiteradas escaramuzas que se producían en las lejanas colonias, sino una guerra inmensa que amenazaba con poner el mundo patas arriba; de hecho, más que una amenaza se trataba de una promesa, por eso muchos gritaban hurra: la guerra traía consigo la promesa de un gran cambio radical). Con todo, no era tampoco eso lo que le afectaba hasta el punto de hacerle llorar. Sus lágrimas las producía la envidia. Cuánto le gustaría ser uno de aquellos soldados. «¿Por qué no he podido ir yo?».
Sí, para muchos la guerra significaba una espléndida promesa de cambio; a Pollard le atrae por varios motivos. Entre otras cosas está bastante hastiado de su trabajo, incluso ha sopesado la posibilidad de emigrar. En lugar de eso ha llegado la guerra. Tiene 21 años.
Casi tres horas estuvieron haciendo cola. Cuando por fin se abrieron las cancelas de la caja de reclutamiento él y otro hombre —un conocido del club de tenis— entraron a base de empujones y codazos, y luego corrieron a más no poder para llegar los primeros al edificio principal. Porque imaginaban que el número de plazas era limitado. Y que todo podría terminar antes de tener la oportunidad de llegar al frente. (Su hermano se alistó como voluntario en la misma unidad pero desertó enseguida para poder alistarse bajo una supuesta identidad en otra unidad simplemente porque, según algunos cálculos, ésa sería de las primeras de entrar en combate).
A Pollard le encantaban los ejercicios de instrucción, las largas marchas le parecían «divertidas», cuando le dieron su fusil a duras penas consiguió controlar su excitación: «Estaba armado. Aquello era un arma hecha para matar. Yo quería matar». A menudo jugaba a escondidas con su bayoneta, sobando el filo: «Mis deseos de ir al frente se habían convertido en obsesión». Desfilaron a través de Londres al compás de una banda militar de instrumentos de viento. La instrucción armamentística consistió en disparar quince tiros. La orden de partir llegó tan de repente que no halló el momento de comunicárselo a sus padres. Cuando el tren hacia Southampton pasaba por una estación lanzó una breve nota por la ventana, dirigida a su madre. La nota llegó.
Después de tanto esperar Pollard se halla finalmente en el frente. Zapando. Los trabajos van por el segundo día. En el aire flota un olor a tierra y a hojas descompuestas. De pronto se oye un sonido «como de un tren expreso circulando a increíble velocidad», seguido de un estampido de tono metálico. La explosión despliega una nube ondulante y creciente de humo a unos pocos metros del terreno que se extiende frente a ellos. Pollard se apoya en la pala, mira con ojos «fascinados»:
Me hallaba realmente bajo el fuego. El pulso me latía muy fuerte por la excitación. Una segunda granada siguió a la primera. Después cayó una tercera. Algo provocó un gran alboroto un poco más abajo de la línea. Algunos hombres corrían de aquí para allá. Alguien pasó corriendo pidiendo un médico. Un tiro certero. Teníamos nuestro primer herido.