Domingo, 29 de abril de 1917
ALFRED POLLARD DETIENE UN ATAQUE ALEMÁN EN GAVRELLE
La intensa barrera de fuego de la primera línea no consigue estorbar su sueño. Quien le despierta es, en cambio, un enlace. Consigo el hombre lleva una escueta orden para Pollard: tiene que proteger el flanco en el acto. Pollard sale disparado de su búnker: «No había tiempo para hacer preguntas sobre lo ocurrido. Obviamente, algo había salido mal. Tenía que actuar de inmediato».
Lo extraño es que cuando sale a la cegadora luz del día todo está en silencio. No se oyen explosiones de granadas, ni siquiera fuego de fusilería. Pero la aparente calma solo consigue inquietarle aún más. Pollard nota que su corazón se desboca. «Mi instinto me decía que nos hallábamos en peligro de muerte». Empieza a otear en dirección a las trincheras de la primera línea. A la derecha todo parece estar en orden; mira hacia la izquierda. De repente lo ve. Ahí, a kilómetro y medio de distancia: un contraataque alemán. Como suele ser el caso, no se ven soldados en movimiento, sin embargo, oye el característico sonido de las granadas de mano: —«¡Bang! ¡Bang! ¡Zunc! ¡Zunc!»— y distingue el rastro de las pequeñas nubes de humo gris que dejan las granadas tras de sí.
Esto prosigue durante cinco minutos.
Luego sucede algo completamente inesperado.
La posición atacada da la impresión de aguantar, pero algunos de los soldados británicos que mantienen la trinchera contigua empiezan a correr hacia atrás. Rápidamente cunde el pánico. Grupos compactos de hombres se desparraman por el campo.
Después Pollard ve que el contraataque alemán sigue avanzando: a través del hueco surgido, por el ramal de aproximación, hacia la trinchera de apoyo, derecho hacia el punto donde él mismo se encuentra. En esos instantes, cuando solo faltaban unos minutos para que las tropas de asalto alemanas alcanzasen la posición, una persona valiente pero más normal que Pollard probablemente se habría contentado con intentar organizar una defensa a toda prisa y después aguardar el ineludible choque. La fuerza alemana es grande, como mínimo una compañía, tal vez todo un batallón.
Pero no así Pollard.
Primero siente que la conmoción casi hace que se le dobleguen las rodillas. Tiene que sujetarse al borde del parapeto para no caer al suelo.
Después me invadió otra vez esa extraña sensación que he descrito antes de que ya no actúo por fuerza propia. Algún poder superior a mí mismo se adueñó de mí. E impulsado por esta misteriosa fuerza me lancé hacia delante.
Primero consigue que algunos de los que corren presas del pánico se detengan, luego los coloca en distintos embudos de granadas con órdenes de disparar. No importa si los tiros no son certeros ni si apuntan siquiera. Después saca su revólver. Con él en alto y seguido por tres hombres —equipados con un total de seis granadas de mano— se prepara para correr al encuentro de los alemanes en el ramal de aproximación. Todo ello sin importarle lo más mínimo que la fuerza a la que se enfrenta es unas cien veces mayor.
Instruye brevemente a los tres soldados. Pollard va a ir a la cabeza; los otros tres le seguirán con sendas granadas de mano con el seguro quitado. Cuando le oigan hacer fuego con su revólver deberán lanzar una de las granadas de modo que aterrice aproximadamente quince metros delante de él, pasado el siguiente meandro del ramal de aproximación.
Luego se ponen en marcha.
Corren hacia delante.
Durante los primeros 100 metros no ven a nadie. Está desierta. Van deprisa. Se topan con un soldado británico que va solo. «Se convirtió en el cuarto miembro de mi pequeño ejército». Continúan hacia delante por el desierto ramal de aproximación.
Tras otros 100 metros más Pollard dobla por un nuevo meandro. Divisa a un soldado alemán doblando por el siguiente meandro con la bayoneta calada. Pollard dispara. Ve al alemán soltar su fusil y desplomarse, sujetándose el vientre con las manos. Dos granadas de mano vuelan por encima de la cabeza de Pollard, en dirección al siguiente meandro. Aparece otro alemán, Pollard vuelve a disparar. También este soldado cae, de bruces. Las granadas hacen explosión. Ve a un alemán que da media vuelta. Ve a unos cuantos alemanes más que empujan hacia delante. Vuelve a disparar. Más granadas se deslizan por el aire y detonan: «¡Bang! ¡Zunc!». Los alemanes que quedan se retiran.
En este momento, cuando contra todo pronóstico acaban de rechazar el ataque alemán, una persona valiente pero más normal que Pollard se habría conformado, máxime considerando que ha gastado todas sus granadas.
Pero no así Pollard.
«Me hervía la sangre. La excitación que sentía solo se puede comparar a la que se tiene cuando en un partido de rugby abres una brecha en la línea de defensa para meter un gol». Se lanza en pos de los alemanes que huyen por el ramal de aproximación. Vislumbra figuras que visten el uniforme gris de campaña. Dispara, falla. Al final, se serena y comienza a organizar una defensa. Su especialidad son las granadas de mano, y a su alrededor y para gran alegría suya encuentra montones de dichas granadas abandonadas por los alemanes. Pollard tiene predilección por estas granadas de mano; en parte porque pueden lanzarse más lejos, en parte porque debido a que su carga explosiva es mayor, el estruendo que hacen al detonar es considerablemente más fuerte que el del equivalente británico, y desde el punto de vista psicológico el sonido es de suma importancia.
Tras apenas diez minutos los alemanes han organizado un contraataque. El combate adopta la forma de un duelo de granadas de mano, y estas vuelan en estrechos arcos por el aire. Los estampidos se suceden. En el aire flota polvo y un humo gris. Pollard empieza por quitarse el casco para facilitar el tiro. Al cabo de un rato se arranca también la funda de la máscara antigás. «¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!». Las granadas de mano alemanas que aterrizan entre sus piernas son recogidas en el acto y tiradas por el borde del parapeto. Obviamente, los conmocionados y desprevenidos alemanes no tienen la menor idea de que se hallan únicamente frente a cuatro hombres aislados. Y es que desde el mismo ramal de aproximación es difícil descubrirlo, porque es tan estrecho que solo de tres a cuatro hombres pueden combatir al mismo tiempo. Si los adversarios de Pollard, en vez de quedarse dentro, hubiesen trepado y avanzado por el suelo llano que discurre junto a la zanja, la escuadra de Pollard habría sido reducida en unos instantes.
La reserva de granadas de mano que han ido reuniendo disminuye rápidamente. Uno de los soldados de Pollard señala este hecho y pregunta si no es preciso empezar a retirarse. Pollard se niega: «No voy a dar ni un paso atrás».
De pronto, el silencio.
«El contraataque alemán terminó tan súbitamente como había comenzado». Cuentan sus granadas de mano: solo les quedan seis. Cuando él y algunos de los soldados regresan por el ramal de aproximación para recoger más granadas de mano abandonadas, se cruzan con hombres de la compañía de Pollard, que avanzan para darles apoyo. Con su ayuda rechazan sin mayores esfuerzos el siguiente contraataque alemán.
De nuevo, se hace el silencio.
Hacia el anochecer llega el relevo. Para entonces Pollard está completamente agotado. Al marchar hacia la retaguardia atraviesan una franja donde flota gas de combate, pero le faltan fuerzas para ponerse la máscara antigás. Cuando alcanzan los carros de la cocina rodante se siente gravemente enfermo. Pero una taza de té caliente basta para que se le pasen las náuseas casi del todo.