Viernes, 20 de abril de 1917
RAFAEL DE NOGALES Y LA FASE FINAL DE LA SEGUNDA BATALLA DE GAZA
Se hallan a un buen trecho de la primera línea y están convencidos de que lo peor ya ha pasado. La batalla culminó el día anterior: De Nogales arremetió con su montura dos veces. La primera vez que les hicieron ir a la carga tuvo la sensación de recibir «una orden de ejecución». La caballería otomana contra las ametralladoras británicas. Con todo, y por extraño que parezca, lo consiguieron. Bien es verdad que le hirieron en el muslo, pero su guardaespaldas Tasim detuvo la hemorragia con un pedazo de mascadura, «que escocía un poco pero que funcionó muy bien».
Hace menos de un mes, por tanto, que se libró la primera batalla de Gaza, una confusa escaramuza con muchas bajas que ambos bandos creían haber perdido pero que, al final, acabó como una victoria otomana ya que los británicos —en parte debido a la falta de agua— abandonaron el territorio ganado. La segunda batalla de Gaza es, en gran medida, la consecuencia de los informes excesivamente optimistas y parcialmente erróneos que el mando británico de la región envió a Londres tras la batalla y que han despertado en los dirigentes de la capital renovadas esperanzas de que una gran victoria está al caer: lo único que se precisa son unos cuantos efectivos más, unas cuantas piezas más, un ataque más, etcétera.
Animados por los refuerzos que les han enviado a toda prisa (entre otras cosas ocho carros de combate y 4000 granadas de gas) y por la promesa de obtener más en caso de lograr abrir una vía hasta Jerusalén, los británicos iniciaron ayer una nueva ofensiva a gran escala. La empresa está degenerando en una versión calcada, y requemada por un sol abrasador, de los fracasos en el frente occidental, con ataques aéreos, bombardeos artilleros masivos pero sin objetivo, carros de combate averiados y asaltos de soldados de infantería aniquilados frente a un bien desarrollado sistema de trincheras.
La división de caballería a la que pertenece de Nogales ha contribuido al éxito inquietando el flanco británico. Al alba él y los otros oficiales reciben la visita de un mensajero del comandante de Gaza, el coronel Von Kressenstein, quien les agradece y felicita por su conducta. La segunda batalla de Gaza puede darse, prácticamente, por terminada. Los británicos no han conseguido abrir brecha.
Un cuarto de hora más tarde la división completa marcha a la luz del amanecer en dirección a Abu Hureira, una región pantanosa situada en la retaguardia. Ahí buscarán agua para abrevar a los caballos y descanso para sí mismos. La gran cantidad de jinetes remueve enormes cantidades de polvo, que luego flotan tras ellos en el aire cada vez más tórrido como una inmensa cola. De Nogales se inquieta, porque está claro que los británicos pueden divisar esa nube y comprender que la produce el desplazamiento de un importante destacamento. El jefe de división, sin embargo, se sonríe de sus aprehensiones. Y cuando llegan a la ciénaga hace alinear los regimientos en formación cerrada.
Apenas desmontan ocurre.
Primero solo oyen el zumbido de unos motores. Al instante aparecen cinco, seis aviones británicos. Las bombas explotan unas tras otras en medio de los compactos rectángulos formados por caballerías y hombres, bombas que en medio minuto causan más bajas que las que sufrieron durante toda la jornada anterior: Cerca de doscientos caballos yacían agonizantes en el suelo o huían enloquecidos, chorreando sangre o con los intestinos fuera, en todas direcciones arrastrando de los estribos a sus jinetes o pasando por encima de aquellos que trataban de detenerlos.
A Rafael de Nogales le impresiona la actuación de los aviadores, considera que han ejecutado un «ataque en extremo brillante».
Una batería antiaérea alemana próxima consigue, sin embargo, darles a dos de los aviones. Uno de ellos va a caer más allá del horizonte; el otro se estrella en picado, con el morro por delante. De Nogales sigue el aeroplano con la vista, lo ve tocar el suelo en medio de una nube de humo. Al instante monta en su caballo y, seguido de una patrulla de lanceros, cabalga a toda velocidad hacia la lejana nube de humo. Debe de haber unos cinco kilómetros hasta allí.
Pretende salvar la vida del piloto. O, como mínimo, su cuerpo. Pues él sabe que las fuerzas irregulares árabes que momentáneamente luchan con el ejército otomano matan, mutilan y saquean a todo enemigo herido que se cruza en su camino. De noche y en repetidas ocasiones, de Nogales ha tropezado con el cuerpo desnudo y mutilado de algún soldado británico. Y una vez se encontró con un guía que tiraba de una montura cargada hasta los topes de fusiles, uniformes manchados de sangre, botas, cinturones y otros objetos; pertenencias robadas a los caídos. El hombre también le mostró una cosa pálida y alargada que a la luz de una linterna resultó ser un brazo humano, un brazo que aquel hombre segó por encima del codo a fin de quedárselo, debido a los hermosos tatuajes que lo adornaban. Asqueado, de Nogales compró el brazo y se encargó de que lo enterraran.
Llegan al lugar del impacto, pero ya es demasiado tarde.
El piloto yace muerto bajo los restos de lo que hasta hace un momento era su avión. El cuerpo está desnudo. Los pies cortados, sin duda para ahorrarles tiempo a los saqueadores que se han llevado sus botas:
De cabellos entre rojo y rubio y bigote recortado, era dicho oficial joven todavía y la única herida que ostentaba era la de un fragmento de granada que le había penetrado por el pecho e interesado el pulmón.
Sus ojos azules o zarcos habían saltado fuera de sus órbitas a causa del choque sufrido por el cuerpo al caer de una altura de tal vez más de mil quinientos metros.
Por encima de ellos zumba, buscando venganza, uno de los compañeros del piloto caído.
Algo sucede en de Nogales. Tal vez se deba a la hermosura del fallecido o simplemente, a que (como sostiene el mismo de Nogales) siente respeto ante un enemigo tan digno y temerario, un oficial cristiano como él mismo; la cuestión es que no puede abandonar el cadáver a merced de los chacales del desierto. Revólver en mano, obliga a un hombre a cargar el muerto en su dromedario y llevarlo a Abu Hureira.
Allí de Nogales se asegura de que el piloto reciba un entierro decente. Debido a las prisas no es posible dar con un ataúd, así que envuelve al caído en su propio capote. A continuación se quita la pequeña cruz de oro que ha llevado colgando del cuello desde que era niño y la sujeta, cual una medalla, en el pecho del muerto.