Un día de abril de 1917
PÁL KELEMEN SE EJERCITA EN EL MANEJO DE AMETRALLADORAS A LAS AFUERAS DE KOLOZSVÁR
Al final los tiempos modernos acaban por atrapar al ejército austrohúngaro. El arma de caballería, su orgullo, su elemento más bien uniformado, la joya de su militar corona, va a ser desmantelada. Ya no cumple ninguna función razonable, apenas nunca entra en combate. Se intentó, con el resultado de que una sola ametralladora abatió a regimientos enteros. En general, la caballería se ha limitado a custodiar a prisioneros de guerra, patrullar detrás de las líneas y a lucirse en vistosos desfiles. Por otro lado, los animales requieren ingentes cantidades de vituallas, sobre todo forraje, de lo cual en la actualidad, como de la mayoría de las cosas, hay escasez[215].
Así que de nada sirve que la caballería austrohúngara sea considerada dueña de los uniformes más hermosos del continente, y con diferencia. Con ella desaparece ahora un pedazo más de la vieja Europa, ahora que los antiguos militares montados tienen que decir adieu para siempre a sus guerreras azules con ribetes de piel, a sus pantalones rojos con bordados y a sus cascos de cuero adornados con crestas, a sus penachos, hebillas, cordones y botones dorados y a sus arreos y botas altas de cuero pulido de color marrón ocre; ahora que, en lugar de todo eso, tienen que adoptar el triste, práctico, barato y anónimo hechtgrau de la infantería. También el regimiento de Kelemen va a ser eliminado y sus miembros convertidos en infantes, idea que él detesta, seguramente no solo porque el servicio en infantería es más peligroso y pesado: salta a la vista que a la parte esnob y esteta de su personalidad le produce repelús. Cuando se presentó al cursillo de tirador de ametralladoras que lo convertirá en comandante de infantería, el capitán que lo recibió —un hombre «más que maduro, sin afeitar, con la guerrera del uniforme arrugada»— reparó enseguida en que Kelemen todavía llevaba sus charreteras doradas, típicas de la caballería, y le dijo muy seco: «Eso va fuera». Kelemen, sin embargo, se ha permitido el placer de una pequeña rebelión privada, y no se las ha quitado.
El cursillo es insoportablemente aburrido, así como la ciudad en la que están acantonados y los demás participantes. Todo es tedioso. Esta tarde parten en carretas tiradas por caballos hasta el alejado campo de tiro para entrenarse con munición cargada. Pasan un pueblo. Las desiertas llanuras del paisaje húngaro se extienden hasta el horizonte. Acaba de llover, y unas plomizas nubes tapan el sol. Después llegan a su destino. Kelemen anota en su diario:
Detrás tenemos la aguja de la iglesia del pueblo. A la derecha una valla contra el viento cubierta de paja constituye el elemento central del campo de tiro de la sección de ametralladoras. Las siluetas de los blancos parecen extravagantes espantapájaros clavados en el suelo lleno de fango, y en una trinchera recién excavada despuntan dos ametralladoras listas para ser empleadas.
Empiezan a hablar su lenguaje. Las balas salen silbando a enorme velocidad hacia las figuras de los blancos. Después del silencio casi infinito el constante tableteo provoca dolor de oídos. Me alejo todo lo posible de las ametralladoras y me vuelvo hacia el firmamento cada vez más oscuro; por el oeste unas franjas tiznadas anuncian la llegada del anochecer. En el sur flotan unas nubes de colores, y en los muros blancos de una granja lejana se reflejan los últimos rayos del sol. Todo el gigantesco campo de tiro retruena con el eco del ladrido de las balas.
Yo creía que los únicos testimonios de nuestro entrenamiento con estas máquinas asesinas serían soldados. Pero de uno de los pozos mecánicos se eleva de repente una manada de gansos salvajes batiendo rápidamente las alas y volando indecisos en giros por el aire. Una de las armas apunta en su dirección. Varios pájaros caen a tierra. Mañana nos espera una buena cena.